Adrian James Croce apenas sumaba 24 años cuando entregó a las tiendas este That’s me in the bar. Era solo su segundo LP y llegaba tras un debut homónimo y precoz en el que no reparó casi nadie, aun pese a sus buenas hechuras y la excelencia del linaje: el apellido proviene de Jim Croce, el fabuloso y malogrado cantautor de comienzos de los setenta. That’s me… tampoco supuso una eclosión; en realidad, su firmante nunca ha dejado de ser un secreto entre sibaritas, pese a la excelencia accesible que caracteriza una escritura, por lo demás, prolífica. Pero es imposible no sonreír ante el impacto emocional que nos dejó aquel disco de sonido delicioso (producía Jim Keltner: cosa muy seria) y contenidos de encanto y madurez envidiables en manos de un pipiolo.

 

De acuerdo, el álbum aún seguía ajustándose, en buena medida, a los clichés. Su propio planteamiento de partida resultaba poco creíble: A.J. era demasiado joven y guapo como para imaginarlo, acodado en la barra de un garito insustancial, en actitud derrotada y meditabunda. La figura del noctámulo solitario que se entrega al tabaco y el alcohol no era la propia de un muchacho de juventud mucho más aseada que la de sus referentes, de Dr. John a Tom Waits. Pero había sabido leer todos los códigos previos. Y los tradujo con una mirada hábil y prolija, por no hablar de la excelencia de sus compañeros de viaje. ¿Quién podría convocar con solo levantar el teléfono a Ry Cooder, Robben Ford, Bill Payne (Little Feat) o David Hidalgo, de Los Lobos, entre otros representantes de la aristocracia del blues, el entorno vaquero y demás músicas de raíz yanqui?

 

Por todo ello, no deja de ser curiosa la escasa difusión de este trabajo, que para mayor extrañeza encontró acomodo en una discográfica, Private Music, consagrada casi por completo a los paisajes de la new age. La sorpresa será mayúscula para quienes se acerquen por vez primera a Music box, con el mismo aire decadente del Waits de Closing time; al tono taciturno y springsteeniano de Night out on the town, al arrollador pellizco eléctrico de un Sign on the line que parece franquiciado desde Nueva Orleáns.

 

Sumemos el latido eminentemente jazzístico y de altas horas para Maybe I’m to blame, en el que, puestos a tirar la casa por la ventana, Croce incorpora cuerdas y metales. El rugido del órgano Hammond B-3 para Some people call it love, donde nuestro veinteañero protagonista agudiza la lija de su garganta, como si nos encontrásemos ante un viejito baqueteado. O el encanto instantáneo del tema inaugural y titular, paradigma del trabajo bien hecho. Aunque el mundo, en años de grunge y brit-pop, anduviera aquejado de déficit de atención.

 

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *