A veces, algunas veces, la bandeja de novedades aún nos deja margen para la sorpresa y el asombro, para la obra impregnada de amor y poesía que se propone conquistarnos los oídos por la vía del susurro. El propio envoltorio, con esa imagen en escorzo sobre fondo ocre que apenas permite distinguir las facciones de la protagonista, ya permite intuir que nos encontramos ante un ofrecimiento íntimo y diferente, intrigante en su propia crudeza, tan lírico como cotidiano. Incluso la tipografía austera, de cuerpo minúsculo y con las palabras distanciadas entre sí, como si nos enfrentáramos a un pequeño jeroglífico, corrobora esa impresión de que Amaia Miranda se distancia de las convenciones. Tanto como, para en plena era del 5G, colocarnos en la órbita de Nick Drake y Pink moon.

 

La referencia nos coloca, cronológicamente hablando, justo a medio siglo de distancia de 2022. Pero no es así: la desnudez, intimidad y delicadeza que transpiran estas 11 canciones precisas, preciosas, no tienen fecha ni caducidad. Son una invitación al cuarto de estar de su autora, una cantante de voz ronroneante y perezosa y una pulsación fabulosa cuando abraza su guitarra acústica. El timbre del instrumento y la instrumentista son lo bastante cálidos y cómplices como para que no echemos en falta apenas nada, más allá de que Amaia, muy ocasionalmente, se proporcione una segunda voz o toque unas sutilísimas notas de piano. O convoque el saxo de Eva Fernández, única invitada en todo el álbum, para el breve y lindísimo apunte instrumental que es Atlas.

 

Cuando se nos mueren los amores, el tema principal, es pura confesión y tarareo, una preciosidad sin paliativos. Tocas al mundo podría ser hasta un pequeño éxito perfectamente radiable con una instrumentación generosa y arreglos trasatlánticos, pero prefiere quedarse una vez más en travesura recogida, con declaración de amor a apios y brócolis incluida. Miranda es una retratista de lo que sucede a su alrededor y no aparta ni el lápiz ni la mirada de las imperfecciones, los borrones, las manchas que frustran la visión impoluta. Por eso deja que se cuelen sonidos del ambiente o golpes del micrófono, como les gustaba hacer a los británicos Heron allá por 1970. Lo que nos vuelve a colocar en la órbita de Drake y de la atemporalidad, aunque siempre podemos invocar las enseñanzas más recientes de Adrianne Lenker. En cualquier caso, un disco alejado de todo para acercarse a su destinatario, para interpelar al oyente en un tú a tú que es valiente e inmensamente valioso.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *