A Manu Clavijo le conocemos sobradamente en el circuito de la canción de autor, donde su currículo es tan abrumador que cuesta encontrar un solo artista de renombre que no haya recurrido a sus violines y violas para las sesiones de estudio (nuestro protagonista figura en los créditos de unos 250 álbumes) o encima de los escenarios. Pero este argentino de La Plata que nació en el 77, se vino a España a los 14 y reside en Madrid desde 2012 ha venido desarrollando de manera paralela, y casi de tapadillo, una trayectoria personal y solista como cantautor que merece la pena conocer y reivindicar con urgencia. Sobre todo porque es difícil no sonreírse con estas criaturas hijas de un ingenio ácido y malévolo, pequeños esbozos de la vida cotidiana en los que late el escepticismo de la vida adulta pero también el empeño por disfrutar del viaje, a pesar de sus muchas curvas.

 

Acostumbra Clavijo a urdir entregas orondas y generosas, lo que, más que un gesto altruista, parece una temeridad en estos tiempos modernísimos de prisas, atropellos y sobresaltos. Y esta su ya sexta entrega, No nos conocemos de nada, reincide en esa práctica con un nutridísimo lote de 17 canciones (¡17!) que permiten esbozar con cierta precisión la personalidad de un hombre tan lúcido como baqueteado por los rigores propios de la existencia: la angustia vital, los desengaños sentimentales y, en general, la ausencia de grandes expectativas cuando abordamos la segunda mitad del camino y ni las fuerzas ni los horizontes se antojan tan alentadores como cuando nos creíamos inexpugnables. Pero no hay rencor, sino una sorna deliciosa, a la hora de afrontar las claudicaciones, la limitación de las expectativas o el amor por las mascotas como una alternativa plausible y satisfactoria frente a los seres humanos. Y todo ello se articula a partir de una sintaxis musical sinuosa y original, rica en frenazos, cambios en acentuaciones y métricas, versos que se vuelven inesperados y kilométricos. Incluso con hallazgos tan brillantes como los de Hay un gato dentro de mi guitarra, donde la música se acomoda a los cambios de ritmo y compás que va señalando la letra. O con argumentos tan alucinantes como el de Historia completa del boceto incompleto, que bien podría ser un cuento de Julio Cortázar.

 

Manu es un hombre sensible que busca el amor en otros muchachos que a veces ni se enteran de que son cortejados (Canciones para todos), en alguna ocasión cumplen con creces las expectativas (esa preciosidad titulada Te llevo conmigo de viaje) y también, claro está, pueden salirnos rana (Carne de cámara oculta). Da igual cuál de los tres escenarios prevalezca o se ajuste más fielmente a la realidad: el cancionero de Clavijo es no ya solo sincero, sino sobre todo rabiosamente verosímil. Nos genera curiosidad y empatía por este actor de reparto que lidia como buenamente va pudiendo con su condición sobrevenida de artista principal. De ahí que contravenir las normas contemporáneas de los discos breves sea una osadía pero también un regalo: es difícil tratar tantos palos, instrumentaciones y líneas de arreglos (desde los atípicos fagotes a la cruda desnudez del piano y la voz para ¿Quién sos vos?) en un solo álbum. Que a la postre, y pese a sus casi 55 minutos, transcurre por delante de nosotros en un suspiro.

 

Puede que la voz áspera y a ratos agónica de Clavijo, heredera de paisanos como Litto Nebbia o Fito Páez, se ajuste poco a los estándares del gran público. Es cierto. Pero aquí hemos venido a enamorarnos del chico raro de la clase; el tímido, sensible y talentoso, ese que no parece el más carismático pero acaba resultando el más encantador. La producción del zaragozano Gonzalo Lasheras (qué bueno encontrarse siempre con un hombre de pulso tan fino, como Aute, Drexler o Duncan Dhu podrían dar fe) contribuye a redondear, cual guinda en pastel, esta gratísima sorpresa.

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