Carlos Cano siempre gustaba de catalogarse como andaluz triste, casi al modo cernudiano, pero defendió la valía de sus presupuestos estéticos y geográficos con la vitalidad y el pundonor de un corazón tal vez maltrecho, pero rabiosamente apasionado. Este nieto del químico de la factoría de pólvora local, fusilado por rojo en el 36, supo nadar a contracorriente con su andalucismo a cuestas aun en los años en que levantar banderas folclóricas era sospecha, como poco, de chabacanería. Reivindicarle ahora que se cumplen 20 años de su despedida es justo, saludable y todavía necesario, porque siempre quedan rezagados incapaces de comprender las verdades sin el velo tenaz de los prejuicios.

 

Y es que la copla estuvo largo tiempo condenada al averno de los desguaces franquistas, como si López-Quiroga, Juan Mostazo y demás ilustres maestros hubieran sido meros autores de la banda sonora oficial que acompañó al antiguo régimen hasta bien entrados los años sesenta. Por fortuna, la memoria colectiva ha aprendido a desligar aquel hermoso –y legítimo– acervo sonoro de otras connotaciones políticas más indeseables. Muchos lo comprendieron a partir de 1999, con motivo del centenario de Quiroga. Pero muchos años antes de eso, en plena vorágine de la Transición, Carlos ya había grabado A la luz de los cantares, y luego, Crónicas granadinas, y más tarde, Cuaderno de coplas. Nadie como él ha sabido dignificar un género tanto tiempo maldito.

 

¡Viva Carlos Cano! es una antología al uso, tan generosa en sus contenidos (doble CD, 40 cortes) como inevitablemente incompleta en función del oído de cada cual. Habría tenido mucha gracia, por ejemplo, incluir Moros y cristianos, un pasacalles de 1996 en que se burlaba con mucha gracia de todos esos españolazos suspicaces que celebraban el 2 de enero, fecha de la expulsión de los árabes, como auténticos ultras futboleros. Y eso que a Cano le cupo la fortuna de no ver firmemente asentada en las instituciones a esa ultraderecha que sueña justo con trasladar al 2E el Día de Andalucía.

 

Los caramelos para completistas radican aquí en el uso de las pistas originales de Carlos para enhebrar dúos con artistas actuales, en la estela de aquel disco compartido entre Nat King Cole y su hija Natalie. Los experimentos en esta dirección se circunscriben a tres, junto a una contenida Estrella Morente, una correctísima Pasión Vega y la ubicua y siempre estimulante Rozalén, aunque habrá sentido vértigo, sin duda, enfrentándose a María la Portuguesa. El material inédito se completa con un par de versiones: Miguel Poveda, erigido una vez más en coplero mayor con Casida de los Ramos, y, lo más hermoso del lote, Qué desespero en la voz de Pablo Cano, que hasta ahora no había reunido valor para abordar en público un original de su padre. 

 

Una vez, aún en su época incipiente, Cano le espetó al mundo que él prefería el pasodoble al rock&roll. Era un lema fundamentalmente transgresor, una bofetada en la cara de la modernidad refinada y la progresía “de vía estrecha”, como él mismo diría. Con todo, el de Granada fue mucho más que un andaluz con las raíces bien hundidas en su tierra. Primero, porque su amplitud de miras iba más allá de una adscripción geográfica concreta. Y después, porque él se erigió en el gran cantante de la emigración y del desarraigo, el alma apátrida que con 18 años abandonó las calles granadinas con un poema de Cavafis grabado en la memoria: “Dices, iré a otra tierra, hacia otro lugar / y una ciudad mejor con certeza hallaré…”.

 

Cano fue cantautor y folclorista, andaluz y cosmopolita, amante de lo árabe y de lo sinfónico, viajero en clase preferente y camarero o limpiador en sus años por Alemania y Suiza. Fue el coplero del mundo, el nieto bueno que tomó el testigo de aquel otro Cano acribillado por las balas de la intolerancia. Revivir su memoria, hoy aún más que nunca, sigue siendo una obligación musical, pero también ética.

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