Cuando el año parecía ya agonizante e incapaz de propiciar sorpresas de las que acaban cosquilleando en el estómago, llegaron Rufus T Firefly para entregar (el mismo día que Vetusta Morla y su Cable a tierra, por cierto) uno de los pocos álbumes verdaderamente mayúsculos que le hemos de conceder a 2021. El largo mañana no es un trabajo sencillo, complaciente ni predecible, partiendo ya de la premisa de que sus firmantes nunca habían ejercido la autocontemplación extática con anterioridad. Pero el séptimo trabajo de la banda de Aranjuez (Madrid) llega mucho más allá en su audacia y en la búsqueda de un lenguaje verdaderamente propio. Llevaban tiempo resultando inconfundibles a los poco segundos, pero ahora, además, se vuelven genuinamente originales. Porque El largo mañana no suena con claridad a nada conocido de antemano, con lo que, de paso, debemos orillar para siempre esa elogiosa muletilla según la cual Víctor Cabezuelo y Julia Martín-Maestro han sido apelados en docenas de ocasiones como “los Tame Impala españoles”.

 

La inspiración confesa más evidente pasa a ser ese soul lujoso y lustroso de los años setenta, en particular Marvin Gaye pero también Isaac Hayes o la gran eclosión del sonido Filadelfia. Pero la referencia es más sutil que literal, porque no estamos en absoluto ante un elepé de soul. Tampoco de psicodelia, o no del todo, Nos enfrentamos, en su decimoquinto aniversario como formación, con el primer ejemplo manifiesto de que los Firefly ya solo son capaces de recordarnos a ellos mismos. Y que en todo caso vengan ahora seguidores, émulos, admiradores y pupilos a seguir la estela.

 

El tránsito es tan audaz y valiente como la portada, una genialidad de la propia Martín-Maestro que ninguna discográfica al uso o publicista en su sano juicio habría validado de buenas a primeras. Pero la transición del estallido de colores desde ese binomio evidente que integraban Magnolia (2017) y Loto (2018) bien merecía este crudísimo blanco y negro para envolver un trabajo sosegado, denso, recargado en capas e intenciones, sesudo en algún momento. Y con siete minutos de éxtasis en una pieza, Selene, que escucharán con detenimiento pocos y no radiará ninguna emisora en el mundo, pero que les conecta con el mejor pop progresivo de Premiata Forneria Marconi o Gentle Giant.

 

Así, bajo los dictados de la parsimonia, transcurren los acontecimientos en un disco en el que ni siquiera su tema inaugural y primer avance, el excelente Torre de marfil, se ajusta a los parámetros habituales y demora el primer golpe de batería hasta los… ¡145 segundos! Detalles así bastarían para hacer de El largo viaje un elepé extemporáneo, la antítesis de las pirotecnicas chabacanas que ahora mismo priman y alientan los algoritmos (no sabemos si movidos “por el pulgar de un robot en Beirut”, como dice la letra de Guille Galván).

 

Templehoff sí que abona la calidez instantánea a la manera de los setenta, con ese bajo que parece aprendido en algún disco de Donny Hathaway. También puede enamorar desde la primera bocanada Sé dónde van los patos cuando se congela el lago, una aseveración encontrada en El guardián del centeno que aporta los momentos de mayor aceleración rítmica. Pero es mejor pensar en esos discos de los hermanos mayores en que a nadie le importaba saber cuál era el single, si es que lo hubiera. Escuchémosles despacio a los ribereños para comprender que, si ya antes eran necesarios, ahora se han vuelto imprescindibles.

 

 

 

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