Pocos debuts en esta década produjeron un impacto tan hondo y expansivo como el de James Blake, que con su álbum homónimo de 2011 no solo logró el premio Mercury y un reconocimiento contagioso, sino que fue capaz de desarrollar un lenguaje reconocible y (lo más difícil) razonablemente novedoso. A la altura de este cuarto disco, el impacto y la capacidad de sorpresa son menores, lo que entra dentro de lo inevitable, pero la seducción y el encanto se mantienen a niveles desorbitados. Ante todo, Blake ha optado por apartarse de los senderos opacos de su antecesor, “The colour in anything” (2016), un trabajo ralentizado, inescrutable, extenso y susceptible de atragantarse, y accede por vez primera a arrojar un atisbo de luz en la balanza. La misma portada, en la que el británico mira a cámara y hasta saca provecho a su porte seductor, se aleja muchas millas de las imágenes borrosas o desoladoras que hasta ahora servían como santo y seña. La aproximación al universo del rap es ahora más explícita, por mediación de sus colaboraciones con Travis Scott (“Mile high”) y, sobre todo, André 3000, junto al que factura su pieza más urbana, “Where’s the catch”. Pero que nadie se lleve a engaño: este sigue siendo el James Blake de electrónica ensimismada y melodías dolientes en la frontera del nuevo soul. Lo demuestran otras alianzas menos callejeras, las de nuestra Rosalía -fulgurante estrella sin fronteras gracias a “Barefoot in the park”- y, sobre todo, Moses Sumney, una suerte de ‘crooner’ en falsete que multiplica los encantos maravillosos de “Tell them”. E impactan los destellos de genialidad en la arquitectura sonora (voces multiplicadas, capas superpuestas) de “Power on” y “Into the red”, quizá lo más hermoso que JB haya registrado nunca.

 

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