Hay muchas y muy buenas chicas jóvenes pegándole un volantazo al country tradicional, transformando un género de filiación a menudo conservadora y muy arraigado en las mecas del republicanismo en un renovado instrumento de expresión valiente, corajuda y empoderada. Hay muchas, decíamos –de Margo Price a Bethany Cosentino, Kacey Musgraves, las Haim o, por supuesto, las divinas suecas First Aid Kit–, pero quizá ninguna tan atractiva y seductora como Sierra Ferrell, una muchacha de Virginia Occidental que se ha dedicado a la existencia nómada y casi siempre disoluta, que ha montado en trenes y dormido a cielo abierto solo por experimentar, conocer mundo y sentirse viva, y que acaba plasmando todas esas vivencias en un cancionero dinámico y palpitante, respetuoso con las enseñanzas heredadas pero con la mira puesta en el futuro.
A Ferrell ya le había echado el ojo ese infatigable cazatalentos llamado Dan Auerbach, que tan pronto la ha invitado a grabar con sus The Black Keys como la puso a colaborar con Early James, pero el espaldarazo definitivo de nuestra protagonista llega con este rutilante segundo álbum solista, casi un catálogo sobre el estado actual del country y el folk. Por eso se abre con esa suerte de manifiesto, American dreaming, en el que resulta evidente la herencia de Emmylou Harris, y prosigue con la narrativa Dollar bill bar (cuya línea melódica le guiña un ojo a Sister golden hair, de America), el desmadre de violines en Fox hunt y el aire deliciosamente vintage para Chittlin’ cookin’ time in Cheatham County.
Son cuatro historias y cuatro paletas de colores diferentes, y esa sabiduría plural no cesa a lo largo de esta docena de cortes que, por breves, livianos y adictivos, se nos pasan en un suspiro. Más aún cuando, en el último tramo, hacemos escala en el bluegrass más adictivo y encantador, el de la adorable Lighthouse y la más arrastrada y derrotada No letter (un poco de melodrama nunca viene mal), en ambos casos con el característico repiqueteo de la mandolina como atractivo primordial.
Sierra se las apaña para resultar tierna, cáustica y mordaz a la vez, para hacerse de querer y decírnoslo a la cara. De ahí la apelación amorosa de Why haven’t you loved me yet, una de esas canciones que parecen llevar escritas media vida y que no nos habría extrañado en labios de Eilen Jewell. Tiene razón Ferrell: vamos ya tarde para enamorarnos de ella, así que no conviene demorar mucho más el flechazo.