Para ser honestos, no llega a haber motivos suficientes como para lanzar múltiples campanas al vuelo, pero The zealot gene nos pone en bandeja el primer gran titular entrañable de este 2022. Esta docena de nuevas canciones que nos ocupan constituyen el regreso nominal de Jethro Tull después de 22 años largos, pues la banda de Ian Anderson no estampaba su nombre en una portada desde el ya lejano y muy prescindible J-Tull dot com, allá por 1999. Seamos comedidos en las exhibiciones de euforia, porque Zealot no supone ningún pico creativo para un grupo en celestial estado de gracia durante todos los años setenta y perfectamente prescindible a partir de ese momento. Pero la mejor noticia, más allá del retorno, es que lo nuevo de Anderson es mucho más interesante de lo que la prudencia nos permitiría pronosticar.

 

El genio trovador de la flauta, este escocés de las letras afiladas y los ojos desorbitados, transita por los 74 años y arrastra en los últimos tiempos una salud delicada, pero ha conseguido resurgir aquí como un jefe de filas rejuvenecido y dignísimo. Su voz suena fatigada, pero no agónica, como le sucedía en las últimas giras. Y aunque reduce mucho el rango de la tesitura, para ahorrarse excursiones agudas hoy inalcanzables, logra reinventarse como un contador de historias más sereno, profundo y confesional que en los tiempos de esplendor histriónico. Es la mejor solución, y de hecho los pasajes más acústicos y sosegados, como Three loves, three o Where did Saturday go?, se disfrutan con la profundidad de las grandes obras maduras. Como si nos encontráramos ante el equivalente de las American recordings de Johnny Cash para la historia del rock progresivo.

 

Anderson, en efecto, aún no está de retirada, y esa es una constatación emocionante. La nueva alineación del quinteto incluye las primeras aportaciones de Joe Parrish-James, un guitarrista de 26 años que se perfila como la nueva gran esperanza para la renovación generacional del género. Y la gravedad serena otorga aires de obra conceptual a todo el álbum, como en los gloriosos e irrepetibles Aqualung (1971) y Thick as a brick (1972). De hecho, la dialéctica religiosa de Aqualung es el espejo más evidente para The zealot gene, que explicita la inspiración bíblica en cada uno de sus 12 capítulos. Falta, claro, aquel ingrediente arrollador que caracterizaba a la formación medio siglo atrás. Los seis minutos del inaugural Mrs Tibbets, por ejemplo, incluyen el ADN de la épica, pero terminan resultando timoratos. Y seguramente les sobren muchos de sus teclados inanes.

 

Con todo, insistimos, Zealot representa una alegría como obra en sí misma, más allá de su valor entre historiadores del rock y nostálgicos. En realidad, los discos de Anderson como Jethro Tull se volvieron irrelevantes, cuando no irritantes, a partir de Under wraps (1984), y solo en los últimos tiempos había dejado destellos esperanzadores con el muy irregular Thick as a brick 2 (2012) y el valiente Homo erraticus, de 2014. La canción The zealot gene, en cambio, es lo más instantáneo y vivaz que han grabado los Tull en tres décadas. Y su visión agria y devastadora sobre los populismos y totalitarismos de nuestros tiempos demuestra que Ian Scott Anderson no ha perdido el gusto por el verbo incisivo ni las ansias por ejercer de incómoda china en el zapato. Un placer abrazarle de nuevo.

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