De Joe Cocker tendemos a tomar solo en consideración sus flamígeros primeros años, en particular en torno a los Mad Dogs, y su relativamente inesperado predicamento comercial durante los ochenta (Up where we belong, You can leave your hat on), pero este periodo intermedio a lo largo de los setenta se difumina en un limbo un tanto inaudito. Por ello recuperar esta joya casi extraviada, tanto en la memoria de muchos como en las oraciones de los rescatadores digitales, es un regalo para gourmets, un bocado pletórico de nutrientes.

 

Un Cocker necesitado de sosiego encontró el ropaje óptimo para su voz de tormenta en la isla de Jamaica, donde registró tanto esta entrega como la siguiente, la no menos amena y semiolvidada Stingray (1976). La sección de metales es sencillamente brutal y el propio trombonista de la formación, Jim Price, hace las veces de productor. El ingrediente jamaicano ponía en bandeja la versión de Jamaica say you will, una de las grandísimas páginas tempranas de Jackson Browne, pero aquí es Randy Newman quien se lleva el mayor peso, gracias a las lecturas de I think it’s going to rain today y, sobre todo, Lucinda. Solo con la elección de fuentes de la que beber, el de Sheffield dejaba claro que pugnaba por orillar sus años más salvajes: acababa de incorporarse a la treintena y el alcohol había dejado ya demasiadas cicatrices en un organismo tan joven.

 

Puede que Cocker hubiera perdido algo de aquella capacidad de reinventar los clásicos ajenos, de conseguir que With a little help from my friends enmendase la plana con creces a un original de ¡los Beatles! Pero es inevitable estremecerse con semejante vozarrón (Where am I now, If I love you) y los ropajes (¡esos coros femeninos!) que le cubren durante estos 40 minutos de puro gustirrinín. Ah, por cierto, el logo de la discográfica, con la mosca en el cubo, era impagable. ¿Que no? Imposible olvidar la desolación que nos dejó la noticia de su pérdida (22 de diciembre de 2014), una noche prenavideña en la que todo parecía propicio para el disfrute y no el soponcio. Sus discos del nuevo siglo, durante el que había conseguido mantener una actividad generosa, fueron siempre menores, pero disfrutables. Le falló el don de la escritura propia, puede que incluso también una mayor predisposición a la autoestima. Pero cada vez que escuchamos una voz aguardentosa, la memoria nos acerca hasta él. Como una indeleble marca de agua en el muestrario de nuestros recuerdos.

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