Es difícil resistirse a los encantos de The Mavericks, una de esas bandas fronterizas nacidas del empeño de llevarse por delante los compartimentos estanco y refrescar sonidos que desde hace décadas forman parte de nuestro ecosistema sonoro. Conservan desde siempre su cuartel general en Florida, nunca han disimulado su simpatía por Nashville y los sonidos vaqueros y, ante todo, sacan provecho a los orígenes cubanos de su líder, Raúl Malo, un hombre con la desarmante virtud de cantar cada vez mejor. Puede que este álbum, que llegó después de dos triunfos clamorosos (What a crying shame y Music for all occasions, en 1994 y 1995), no disfrutara de una acogida tan abrumadora, pero es una exhibición de las mejores virtudes del cuarteto y, sobre todo, de su desarmante eclecticismo.
Malo y los suyos aplacaron, de hecho, sus querencias más vaqueras, que aquí apenas afloran en Someone should tell her o To be with you. A cambio, el extenso menú de 15 canciones ofrecía bocados suculentos en muy diversas escuelas culinarias. Cómo resistirse a esa guitarra tan harrisoniana en Tell me why, un espectáculo con su despliegue de trompetas y demás metales. Y, por seguir en las mismas coordenadas de los Traveling Wilburys, cómo obviar el recuerdo de Roy Orbison con I should know. O imaginarse al McCartney de When I’m sixty-four en Dolores, una inmersión sin rodeos en aquella música despreocupada de los años veinte que tan felices debió de hacer a nuestros bisabuelos.
Trampoline es un despliegue de virtudes, insistimos: un completísimo catálogo de habilidades. Abarca incluso baladas a lo tim pan alley en Fool #1, una de las varias ocasiones en que Raúl Malo se emparenta con Chris Isaak y se erige en su mejor alternativa. I’ve got this feeling asume hechuras orquestales y habría hecho feliz a un Elvis dispuesto a reflotar su carrera. Pero los Mavericks también recaen en la instantaneidad del pop arpegiado y sonriente de I don’t even know your name, una canción tan felicísima que podría haber sido obra de John David Souther (All I get está en la misma línea y también sienta a gloria bendita).
Entre tanto y tan variado material puede quedar algún margen puntual para la duda. La asunción de los postulados del gospel para Save a prayer parece un tanto forzada, mientras que Melbourne mambo es un instrumental rutinario que siempre entran ganas de pasar por alto, a poco que tengamos el reproductor a mano. Sobre todo, porque su latido es idéntico al que rige en la irresistible lectura final de La múcura, un clásico del Caribe colombiano (de Crescencio Salcedo, el mismo autor de Santa Marta tiene tren) que ellos llevan al éxtasis. Aunque reproduzcan erróneamente el título como La mucara. Es tan brillante todo que se les perdona el lapsus sin rechistar.