No nos confundamos con Inaudible, el tema que sirve como apertura para este “Millón de máscaras de Dios”. Durante buena parte de sus cuatro minutos, bien podemos pensar que nos hicimos un lío con el montoncito de novedades y hemos acabado colocando en el reproductor el último álbum de Fleet Foxes. Esas armonías celestiales, ese énfasis casi eclesiástico, la emoción de unas segundas voces incesantes hasta la coda final: coincide todo. Hasta que irrumpe Angel of death, segundo corte, el sonido se electrifica y enfurece, la épica se vuelve más permeable a la doctrina del indie que a la del folk. Como si quienes asomaran esta vez por la escena fueran Bear’s Den en un día que han desayunado fuerte y van sobrados de revoluciones.

 

¿Queremos nuevas apariencias externas para este apasionante juego de transformaciones? En el catálogo de máscaras que manejan nuestros dioses paganos de Atlanta aflora el componente sintetizado en el tercer título, Keel timing. Y la sensación se prolonga con Bed head, que llega entrelazada, palpitante, como si dirimiéramos una suite en torno a la grandiosidad y las emociones fuertes.

 

Todo ello se corresponde con la apariencia, la capa externa. El trasfondo es mucho más uniforme de lo que parece. Ahí habitan siempre la angustia, el énfasis, una grandilocuencia justificada. Porque por mucho que juegue al desconcierto, esta banda que ni es orquestal ni mancuniana siempre tiene claro que acabará decantándose por la pasión. Y The million masks of God exprime ese espíritu con una actitud casi extenuante. No separar apenas las canciones entre sí sirve justo para eso, para que percibamos la trepidación interior incluso cuando, llegados a la quinta canción, Annie, se levanta el pie del acelerador. Solo un poquito, que nadie se lleve a engaños.

 

Ese es el escenario general, y a partir de él podemos desbrozar los factores que lo contextualizan. El primero, la angustia de una banda compungida por el fallecimiento del padre de su guitarrista, Robert McDowell, víctima de un cáncer. El segundo, la presencia en la silla del productor de Catherine Marks, la mujer con la que se amigaron en el trabajo anterior (el soberbio A black mile to the surface, en 2017) y que se encarga de reforzar esa pátina de grandiosidad con la que también ha sabido distinguir a Foals o Wolf Alice. Cosas muy serias, bien se ve.

 

The million masks… termina resultando absorbente y tremendamente visceral. En ese vaivén de emociones, la segunda mitad del álbum, a partir de Telepath y Let it storm, se vuelve más introspectiva y ensimismada, pero no menos marcada por los afectos y los tormentos del alma. La doliente voz de tenor de Andy Hull, espléndido y temperamental, hace el resto. En esta Orquesta siempre fueron intensos, pero esta vez se vuelven arrolladores (atención al maravilloso carrusel sonoro de Way back). Y es enormemente provechoso y placentero someterse a ese vendaval sin oponer resistencia.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *