“A Maximiliano se le van cayendo los estribillos de los bolsillos“. El diagnóstico, escuchado entre bambalinas, es verídico y resume de manera inmejorable la idiosincrasia de este argentino afincado desde hace cinco años en Madrid y que en su primer elepé demuestra haber llegado mucho más lejos de esa condición de hijo ilegítimo de Calamaro que le fue atribuyendo el tópico después de sus primeras noches por el Café Berlín y otros garitos de la gran ciudad.

 

Heredero de una tradición particularmente noble, la de los Ariel Rot, Fito Páez, Charly García y demás prohombres del rock hecho canción, este rosarino de 30 años recién cumplidos es mucho más que un émulo: en esta primera docena de zarpazos hay autenticidad, ingenio, chispa, morbo, ganchos instantáneos al mentón del oyente, hallazgos terminológicos y unas cuantas toneladas de ese activo imprescindible e inaprensible que, a falta de mejor definición, convenimos en llamar actitud.

 

En la propia vindicación del gallo, prestada de uno de los 12 cortes (Cuando canta el gallo), hay un componente de arquetipo y de autoparodia, de construcción de ese personaje altivo y chuleta que acabará, en realidad, autodefiniéndose en todas sus contradicciones y debilidades. Que hace bandera de su bisexualidad (“No sé si me acosté con un hombre o con una mujer”, anota en la chuleta e irresistible De puta madre) para terminar asumiendo que disponer del doble de oportunidades equivale también a duplicar las opciones de las hecatombes sentimentales. Y que fabula con las múltiples ventajas y posibilidades del poliamor, en la contagiosísima canción homónima, para desnudarse a renglón seguido como baladista con Cobarde, autorretrato de vulnerabilidades máximas con un colofón guitarrero que le coloca mucho más cerca del Mineápolis de Prince que del Río de la Plata.

 

Maxi es de los que empieza la casa de las canciones por el tejado de los títulos, un creador prolífico y compulsivo, un hiperactivo de libro que se acuesta bien tarde solo para poder levantarse bien pronto. Y que tiene las santas narices de abrir boca con Mocasines italianos, en su vertiente más sexy y presumida, aunque solo sea para permitirse un arranque funk y discotequero que parece préstamo flagrante de aquel Ring my bell de Anita Ward. Cada capítulo encierra un encanto propio y una historia, desde la crónica urbana y enternecedora de M-30 (el otro gran baladón del lote) al orgullo arcoíris de la gloriosamente desafiante Vagos y maleantes, con un epílogo brillantísimo entre el delirio y la hilaridad: el recitado a voz en cuello, en 15/07/54, de algunos artículos de aquella homónima ley franquista a cargo del amigo y actor Jaime Lorente. Esa cabecita loca de Maximiliano, ya lo ven ustedes, trabaja a mucha velocidad y en todas las direcciones.

 

 

 

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