La aventura destructiva de Pablo García parecía abocada a extinguirse después de Predación (2017), última vuelta de tuerca para ese universo dolorido, desangrado y más bien amargo del asturiano, pero algo ha cambiado en la fibra sensible de nuestro personaje para que ahora se reinvente en este disco pequeño (por duración, por formas), hondo, sentidísimo. Tan henchido en el espíritu del blanco y negro como su propio tratamiento fotográfico. Futuros valores es un trabajo muy íntimo y personal, tanto como para que su propio firmante se considere una versión moderna de Paco Ibáñez o Chicho Sánchez Ferlosio (aunque los oídos más jóvenes también pueden advertir ciertas conexiones con el universo poético de Nacho Vegas, paisanaje al margen). Y hay que escuchar con atención cada línea, porque hay mucha hondura, sinceridad descarnada, amor por las personas y los lugares y también, desde luego, algunas imprescindibles gotitas de vitriolo. Imposible no reparar en este paseo tierno y amoroso por el Valle de los Caídos en Credo paisano, pero también en la apelación a los auténticos valores de la infancia que se desgrana en Problemas (“Lo que hace falta es que encuentres la paz. Recuerda al niño sonriente que eras”). Es esa misma niñez evocada la que emerge en Gijón, una adaptación muy afortunada de Amsterdam (Jacques Brel) que refrenda la condición de nuestros primeros años como la única patria verdadera a la que merecería la pena regresar. Ese es el espíritu de Futuros valores, a menudo entristecido pero nunca derrotado. Y qué emocionante compartir valores, ya desde el presente, con un artista que siempre quiso hablar claro pero nunca había llegado a desnudarse de esta manera. Ahora deja a la vista arrugas y cicatrices, pero nadie mínimamente inteligente busca a estas alturas un cuerpo perfecto.

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