Determinar cuál es el mejor disco de los Beatles tiene algo de ecuación irresoluble, de internada en los territorios de la metafísica: no podemos alcanzar una respuesta inequívoca igual que tampoco podemos determinar si hay vida después de la muerte. Por eso solo queda dejarse llevar por el corazón, por las debilidades. Ni siquiera sé si “Rubber soul” es mi entrega favorita; pero quizá sí aquella que me inspira, si no más asombro, al menos más cariño. Y de la que primero me enamoré, con lo que conllevan siempre los primeros amores. Los Fab Four ya habrían entrado en todas las enciclopedias con sus cinco primeros trabajos, de “Please, please me” (1962) a “Help!” (1965), pero a partir de este sexto se erigieron en el grupo más revolucionario de la historia, el más influyente y decisivo, el alfa y omega de casi todo lo que ha acontecido en el pop. No bastaba con imaginar el primer sitar en occidente, una sagacidad inaudita: había que introducirlo en “Norwegian wood”, de belleza suprema. Yo, que siempre fui más de Macca, adoro “Rubber soul” porque lo mejor de este álbum es de un John Winston enorme. ¿Cómo se puede escribir con veintipocos una preciosidad de la hondura de “In my life”? Y, por encima de todo, ¿existe alguna canción más perfecta en el planeta que “Nowhere man”? Aún recuerdo la conmoción de la primera escucha, agrandada por el impacto de que era capaz de comprender la letra (tan sencilla, tan profunda) hasta casi la última palabra. ¿Os habéis fijado en que son canciones sin estribillo al uso, como “Michelle” o “You won’t see me”? ¿Cómo pudo Paul concebir ese deje como de rebético en “Girl”? Era todo nuevo, diferente, único. El pasaporte definitivo a la inmortalidad.

 

 

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