Puede que este sea, más que ningún otro, su disco del cambio. Pero es delicioso comprobar cómo The Decemberists siguen sonando, se pongan como se pongan, a The Decemberists. Será esa marcada personalidad de Colin Meloy, dueño de una voz poderosa, distinguida, ligeramente atildada, inconfundible. Será su capacidad para escribir pequeñas obras de arte de cuatro minutos, siempre entre la ternura y la socarronería. Será ese aliento fresco que no remite con los años ni con las puñeterías de la vida: ahí están, para demostrarlo, el bullicioso coro infantil de We all die young o el salvaje contraste entre un título como Everything is awful y la irresistible melodía pegadiza que lo integra.

 

Es cierto que hay más sintetizadores que nunca, que Severed es una joya electrónica y machacona en la que se nota la mano del productor John Congleton, el mismo de Future Islands (¿os imagináis un dúo entre Meloy y Samuel T. Herring?) y que, en contraste, esa especie de suite folkie de ocho minutos titulada Rusalka, Rusalka / Wild rushes parece haberse escapado de los tiempos de The crane wife. Aunque el concepto de suite y de folk siempre puede invitarnos a repasar ejemplos parecidos en la discografía de Fleet Foxes.

 

Son matices, detalles, variaciones sobre el tema principal. Y el tema principal, a la altura del octavo álbum, consiste en refrendar la evidencia: The Decemberists continúan siendo unos tipos adictivos. Normal que en su Portland les hayan designado una festividad anual, un Día de The Decemberists. Hay que preservarlos para apuntalar ese lema del que la ciudad se siente tan orgullosa: “Keep Portland weird”.

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