Para quienes dimos por hecho que los londinenses Suede habían rubricado su canto del cisne con A new morning (2002), que fuimos casi todo hijo de vecino, resulta fascinante comprobar que la segunda etapa de la banda, reactivada 11 años más tarde con el ya entonces excelente Bloodsports, suma ya tantas entregas como las de la era inicial: empate a cinco elepés en cada periodo. Y lo más asombroso es caer en la cuenta de que los Suede maduritos de ahora son tan brillantes, si no más, que aquellos jovenzuelos que nos reventaron la cabeza con su debut homónimo de 1993 y refrendaron su costumbre de rubricar obras maestras con aquel histórico Dog man star, en 1994. Ahora no generarán tantos titulares ni sus himnos se colarán con tanta frecuencia en la memoria colectiva, pero conviene subrayar cuanto antes que este fabuloso Antidepressants debe figurar desde ya entre las páginas más gloriosas y reseñables de la banda.

Brett Anderson y los suyos han sido capaces de dar forma a un álbum visceral, doliente y ardoroso, una obra colosal en la que la pasión del rock enérgico, o casi enrabietado, sirve para articular un discurso taciturno, sombrío y, con todo, ineludible, sobre la mortalidad, el carácter efímero y fugaz de nuestras vivencias, la angustia existencial y el estupor que genera cobrar conciencia de nuestra pequeñez e insignificancia. Son 11 canciones de “música rota para gente rota”, una suerte de lema que no solo da título a uno de los cortes (Broken music for broken people) sino que se erige en una suerte de leit motiv e hilo conductor al figurar en la galleta del vinilo. Las pretendidas alas de ángel del tenebroso y descamisado (desangelado) hombre de portada son, en realidad, costillares animales que constatan nuestra efímera condición de carne y hueso. Y para hacer frente a tanta apoplejía, la mejor solución es reventarnos los tímpanos con una exhibición de rabia, emoción y sublimación escénica: no volverán a escuchar nuestros oídos en todo el año, con seguridad, semejante exhibición de rock melodramático.

Hay alguna pieza que remite a la primera época de Suede, a los años de algarabía juvenil; en particular ese pedazo de single enfático hasta en el título, Dancing with the Europeans, que podría ser descendiente directo de aquel fulgurante Trash. Pero ya el inaugural Disintegrate transmite angustia, furia y desolación con ese trasfondo de comunicaciones entrecortadas, mientras que la pieza titular, Antidepressants, es un soberbio delirio de post-punk implorante, un quejido prolongado que recuerda a los Simple Minds más jóvenes y guitarreros que conocieron las tierras de Glasgow.

Todo o casi todo es trascendental, emocionante y envolvente en este elepé tremendista e inmaculado, un trabajo que apela desde la víscera a la conciencia y no concede un respiro al oyente en sus casi 40 minutos de congoja. Ni siquiera en Somewhere between an atom and a star (vaya título tan hermoso), una suerte de trampantojo que comienza casi como una balada de Scorpions sobre guitarra arpegiada para convertirse, pocos compases después, en un laberinto armónico enrevesado y prodigioso. Y así, hasta el capítulo final, el sensacional y no menos metafísico Life is endless, life is a moment, al que la batería dota de una solemnidad hímnica y casi marcial. Anderson nunca se había desgañitado así ni la guitarra de Richard Oakes nos había hincado tanto las uñas en las carnes.

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