Bill Ryder-Jones: “Yawn” (2018)
Las cosas se toman su tiempo en el universo de Bill Ryder-Jones, un microcosmos en general ceñido a su propia conciencia de ser humano y al escueto espacio de una habitación. Porque este cuarto trabajo en solitario no está solo compuesto, interpretado y producido por él mismo, sino también grabado casi en soledad, mayormente en su propio estudio casero: buena gana de buscar otros oficiantes o colaboradores cuando los demonios tienen que salir de los mismísimos tuétanos. Y sí, hay que tener valor, incluso ánimo de provocación, para bautizar un disco “Bostezo” y sacarnos la lengua en un retrato infantil desde la portada. El título se lo pone fácil a los detractores, que hablarán de “Yawn” como un trabajo amodorrado: Ryder-Jones se ciñe a tiempos lentos, granulados, inmersos en la espesura sonora y con su voz convertida a menudo en un murmullo, en una letanía. Y no es sencillo hincarle el diente a este álbum, ciertamente, pero una escucha concentrada revela momentos hermosísimos. A años luz del rock amable que practicaba en sus tiempos de The Coral, nuestro amigo William Edward prefiere instalarse en unos territorios tan íntimos y tenebrosos que le convierten en socio preferente de otros artistas como Bill Callahan, Eels, Elliott Smith o, en algún momento de mayor accesibilidad, Ryan Adams. “Yawn” es una obra reconcentrada y absorta, pero también intensa: “slowcore” con capas superpuestas, guitarras escocidas y desarrollos parsimoniosos, que para eso casi todas estas diez canciones se mueven entre los cinco y seis minutos. Pero si abrimos el oído, y hasta las carnes, en “No one’s trying to kill you”, “Don’t be scared, I love you” o “Time will be the only saviour”, ¡vaya títulos!, sentiremos con nitidez un hondo escalofrío.