Cuando en 1998 apareció Tracks, aquella fabulosa caja de cuatro cedés con descartes y rarezas de todo pelaje, llegó a comentarse que Springsteen disponía de un archivo cercano a las 350 canciones inéditas y que escoger las 66 finalmente desempolvadas ya había constituido un considerable quebradero de cabeza. Tracks era una ambrosía para completistas, sin duda, pero también aportaba no menos de dos o tres docenas de canciones maravillosas, e incluso entre la parroquia springsteeniana está bastante extendida la creencia de que el segundo de aquellos cuatro discos merecería figurar en el podio de la discografía de Bruce.
Lo que sucede ahora con Tracks II se antoja todavía más fascinante, porque excede del concepto de canciones sueltas y ofrece siete álbumes íntegros y conceptuales, de los que al menos cinco habrían podido publicarse tal cual, sin tocar una sola nota. El primero, LA garage sessions 1983, no deja de ser una colección de maquetas caseras muy lejos aún del pulido definitivo, aunque muchas sean espléndidas y todas, esclarecedoras sobre las dudas que acecharon al Jefe entre la conmoción emocional de Nebraska (1982) y el fabuloso estallido popular de Born in the USA (1984), un álbum con el que nunca se sintió del todo cómodo. Y el último, Perfect world, es el único totum revolutum, una colección de canciones inconexas “entre 1994 y 2011” que conformarían el único álbum más o menos “convencional” de nuestro hoy septuagenario ídolo. Un elepé que, de haber visto la luz en algún momento de manera independiente, todos habríamos considerado tan descaradamente menor como, sin duda, estimulante y divertido.
Todo lo demás, sin embargo, merece que traguemos saliva. Las Streets of Philadelphia sessions prolongan las probaturas sonoras de la canción que concedió a su firmante el Óscar en 1995 y que le redimió tras los sinsabores de Human touch y Lucky town, esos álbumes gemelos de 1992 que en su día no convencieron a nadie y que, por más intentos que haya habido de reivindicarlos, empalidecen frente a casi cualquier otro título de su discografía. Es hasta normal pensar que Springsteen no quisiera en su momento publicar esas grabaciones con cajas de ritmos y sintetizadores, porque se alejan unos cuantos años luz de su zona de confort y quizá hubiese acabado por ahuyentar a una gran parte de la parroquia. En su lugar se decantó por Devils and dust, también de 1995, un disco oscuro, lánguido y difícil, pero hermoso y, a fin de cuentas, springsteeniano hasta los tuétanos.
La fantasmagórica banda sonora de Faithless muestra al Bruce más ambiental y sugerente, certifica su habilidad para los instrumentales (otra sorpresa que añadir a nuestro listado de momentos en los que esta caja nos deja boquiabiertos) y refrenda un gusto por la balada espectral con el que podría rivalizar, cara a cara, con el mismísimo Tom Waits. En cuanto al disco de country, Somewhere North of Nashville, es enérgico, electrizante, chisporroteante y divertido, aunque quizá también se convierta en el menos sorprendente de los siete.
Y nos quedan dos joyas mayúsculas. Inyo, fechado entre 1995 y 1997 durante la gira de The ghost of Tom Joad, es una filigrana bellísima de música fronteriza, una exploración de los giros mexicanos que vuelve a salirse por completo de los guiones previos pero demuestra la estatura mayestática de este caballero, capaz de salir airoso de cualquier trance. Es más, está tan por encima de cuaquier elepé oficial de los noventa que duele pensar en un Bruce timorato y conservador, dispuesto a amarrar el resultado y no salirse de los márgenes pese a disponer de un argumento de esa envergadura. Y en cuanto al adorable Twilight hours, deudor de cabeza a pies de Burt Bacharach y de grabación simultánea a la de Western stars, es tan infinitamente superior al disco “oficial” que cuesta comprender que nadie pudiese avisar al autor de que estaba entregando a la imprenta la opción equivocada.
Así pues, Tracks II es un tesoro inmenso, no solo un pantagruélico empacho para paladares demasiado afines a la causa. Queda, eso sí, el estupor de que una caja de esta características salga a la venta en un formato aparatoso, incómodo y a un precio sencillamente indecente, de unos 300 euros en formato CD y 360 para quienes se decanten por los nueve vinilos. En un momento en que el formato físico languidece y las cajas antológicas sirven para reivindicar su enorme valor, convertirlas en objetos inalcanzables para el común de los mortales y en material para especuladores es un error doloroso para cualquier aficionado y melómano que no se conforma con el apaño de las plataformas de streaming.
Así las cosas, el recopilatorio de la caja, Lost and found (en la imagen superior: 20 canciones; cedé simple, LP doble, precio absolutamente sensato), se convierte en la opción casi única para cualquier amante del Boss: 20 canciones en formato físico y las otras 62, accesibles desde el portal de turno. Se trata de un error calamitoso, por parte en este caso de Sony Music, que consigue que hasta las voluminosísimas e inalcanzables cajas de los Archives de Neil Young parezcan baratijas.
Ya el año pasado nos llevábamos las manos a la cabeza al comprobar que una cuádruple recopilación antológica de Bryan Ferry en solitario se disparaba hasta los 150 euros, una insensatez que solo sirve para avalar las posturas (injustas) que dibujan a la industria fonográfica como un sector avaro y mezquino. No lo es, en absoluto. Pero Tracks II, una colección de siete discos ya grabados y descartados en su día, no puede costar el dineral que cuesta y servir como materia prima para que en unos pocos meses su precio se dispare hasta cotas insólitas en el mercado de segunda mano. Alguien debería reflexionar al respecto, antes de que el dislate se convierta en norma y los discos corpóreos solo entren en las casas de la alta sociedad.