A los grandes artistas veteranos debemos reconocerles siempre, como mínimo, el beneficio de la duda. Puede que a estas alturas haya más de un escéptico en torno a la figura de Javier Ojeda, carismático jefe de filas de Danza Invisible al que incluso algunos devotos de los malagueños podrían haber perdido la pista. En caso de que exista voluntad de reenganche por parte del oyente, este es el momento. Porque el hombre que sin haber alcanzado los 20 años nos dejó atónitos con Al amanecer (entre otras joyas remotas) parece reencontrarse ahora, a sus 57 primaveras, con la mejor versión de sí mismo.

 

Los Danza fueron una formación respetabilísima y, durante casi una década, extremadamente popular que vio cómo su estrella iba declinando a partir del último quinquenio del siglo pasado. Y de eso hace ya bastante, por lo que Javier debe ahora gestionar los inconvenientes de haberse alejado de la primera fila, pero también las ventajas aparejadas a poderse permitir lo que le dé la real gana. Y es cierto que en su trayectoria solista ha prestado bastante atención a la faceta más latina y sabrosa, esa que en su día le proporcionó con Sabor de amor uno de los estribillos más icónicos del pop español a lo largo de toda la década de los ochenta. Decantando se aparta de esa línea argumental para reencontrarse con otra vieja devoción melómana, el amor por el soul, la Motown y la música negra en términos generales. Habrá opiniones divergentes, como en todo; pero, tras las primeras escuchas, el cambio de registro se agradece. Bastante.

 

A Javier le puede encantar el pop latino, porque los tipos curiosos e inteligentes como él practican la dieta musical omnívora, pero aquí rescata a aquel chavalín que merodeaba por los garitos para guiris en la Costa del Sol y soñaba con imitar los movimientos espasmódicos de David Byrne cada vez que se subía a un escenario. No se aguanta Ojeda las ganas de ejercer el eclecticismo, y a lo largo de estos tres cuartos de hora puede sonar crudo (Ruta 66 es blues-rock de alto octanaje), contemporáneo o descaradamente retro. Pero siempre suena sincero, auténtico, respetuoso consigo mismo. Y con tantos kilómetros a la espalda como para afrontar grabaciones en primeras tomas, mucho más efervescentes.

 

Lo mejor está, sin duda, en No sé decirte adiós, con su rutilante aroma a sonido Filadelfia, cuerdas y metales incluidos. Pero hay sorpresas como La marca, con unas guitarras de evidente homenaje a Bowie; el rock macarrilla de Be-bebiendo vino sin parar o el insólito regusto a jazz vocal que nutre Cerrando los ojos. Incluso encontraremos disco-funk con guiño crápula y beodo en Un puntito, una concesión al petardeo entre desinhibido y hortera (lo que no siempre es malo).

 

La parte deliciosamente viejuna la encarnan Un brindis tú y yo, ignota y remota pieza alemana, o Son amores, una melodía muy célebre en labios de Dean Martin. Y el único reproche es la excesiva dependencia argumental, en casi la mitad del repertorio, en torno al vino y la bebida, con algún ejemplo concreto que podríamos habernos ahorrado (Vino tinto con limón hace, por desgracia, justicia a la escasa entidad enológica de su título). Pero Ojeda vuelve a hacerse querer, con creces, y reactiva la curiosidad por su figura.

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