Admitamos de entrada que este puede que no sea nuestro disco favorito de Joni Mitchell, un honor que recae en el inmarcesible Blue, de 1971. Bueno, en realidad “Blue” no es el mejor álbum de la Mitchell, sino uno de los mejores creados por la especie humana. Y el segundo puesto en la obra de la rubia canadiense quizá se lo concederíamos a Court and spark (1974), que, además de fabuloso, incluye Help me, una melodía solo al alcance de autores estratosféricos. Pero la tentación de recuperar Ladies…, crepitares vinílicos incluidos, siempre resulta demasiado tentadora como para oponer resistencia. Y absolutamente gozosa, porque no hay un miligramo de grasa en esta docena de canciones inolvidables, inmortales, superlativas.
Joni tenía 26 años cuando entregó este tercer álbum; ya había dejado muestras de sagacidad, pero esto era un estallido, una explosión. Y una exhibición de maestría plural que resulta difícil de igualar, por muchas décadas y décadas que se hayan ido sucediendo después. Big yellow taxi es pegadiza e hilarante; Morning Morgantown o The circle game, enternecedoras; Woodstock, una crónica emblemática que deja huella en la historia; For free, conmovedora en el retrato de ese músico callejero que no consigue reunir ni un puñado de monedas, a pesar de que estuviera “playing real good”.
Mitchell ha sido la más grande (con Carole King pisándole los talones, en todo caso) en un mundo eminentemente masculino. Modificó las reglas de la afinación y la composición, erigió un universo inconfundible e inalcanzable, ha dejado una huella cuyo rastro aún sigue percibiéndose entre docenas de mujeres de la música popular. Comprendió mejor que nadie que no solo le asistía una garganta prodigiosa, celestial, sino que atesoraba intuición y talento para salirse de los cauces puros de la música folk. Por eso es una bendición regresar a sus discos cuando queremos enderezar la jornada.
Ciertamente, Joni fue la más grande de entre todas las mujeres… y hombres. No tiene igual. Y también estoy contigo en cuanto a Blue. Chau!