En León Benavente ya cometieron el desatino de registrar un segundo álbum (2, 2016) clónico y seguidista respecto a su antecesor, acaso porque la rotunda acogida de aquel soberbio debut homónimo de 2013 les pillaría hasta a ellos mismos con el pie cambiado. Aprendida aquella lección, el cuarteto se ha caracterizado desde entonces por una osadía libérrima que no contempla la posibilidad del paso atrás, incluso cuando se bordean territorios menos amables para los gustos más estandarizados entre la parroquia del indie o los acaparadores de festivales en temporada estival.
Esta Nueva sinfonía sobre el caos decide pasar clamorosamente por alto la poco alentadora acogida que recibió hace un par de años la entrega anterior, Era, y, lejos de rehuir sus hallazgos y territorios, acentúa la apuesta por una electrónica cada vez más turbia, despiadada e industrial. A su vez, los chispazos de la guitarra eléctrica de Luis Rodríguez se vuelven ocasionales pero al tiempo más furibundos, con un talante que se aleja de la épica y prefiere abrevar en los manantiales del krautrock.
El resultado es un álbum breve (10 canciones, 34 minutos), mordaz, incisivo hasta extremos casi despiadados, doloroso en su lúcida visión de las miserias propias de la vida moderna. Abraham Boba, siempre brillante e inconformista con el bolígrafo entre los dedos, observador ácido de nuestras contradicciones como sociedad teóricamente avanzada y civilizada, acentúa esa supuración de bilis y mala baba desde la primerísima de sus nuevas proclamas, un Úsame/Tírame que hurga en la herida de la fugacidad e inconsistencia de nuestras propuestas y discursos: tal vez una de las características más definitorias de este momento histórico en el que, lejos de cualquier empeño analítico, nos aceptamos sin rechistar como consumidores voraces, banales y efímeros.
En una proclama promocional más bien insólita, Boba, Rodríguez, Eduardo Baos y César Verdú han piropeado La aventura, el corte que abre boca en la cara B, como “probablemente la mejor canción” de su trayectoria. El diagnóstico tiene algo de paradójico (y bastante de discutible), a poco que reparemos en que su rotunda alineación con el carpe diem dista de ser la línea argumental más característica en esta nueva “sinfonía” leonbenaventista en 10 movimientos. El estribillo, eso sí, es de largo el más cantarín y memorable en el contexto de un álbum cada vez más propenso al recitado frente a la melodía. Podríamos imaginarlo escrito a mediados de los ochenta para, pongamos por caso, un single estival de Heaven 17. Pero el verdadero gran tesoro de la entrega responde al título de Nada, una fantástica proclama de nihilismo y procrastinación en la que, además, la voz del vigués Abraham se vuelve intrincada e ingeniosa.
Hay otros grandes ejemplos de sorna, burla y escepticismo a lo largo de un elepé en el que el propio grupo se sacude el lastre moderno de la exposición permanente con la soberbia A la moda (“Cada vez tengo más claro que un teléfono apagado es lo mejor para ser feliz. Hace tiempo que dejé de ser tendencia”) y dejan que el productor Martí Perarnau IV, lejísimos de sus años de Mucho y cómplice habitual de travesuras con Zahara, intensifique el tecno duro con En el festín o agudice el punto bailongo a lo Prodigy de Qué cruel. Solo cambia el tono ese epílogo sosegado, Gerry, que se inspira en la peli de Gus Van Sant, homenajea a Brian Eno y esboza algo parecido a una canción de amor inevitablemente sui géneris. En suma, un disco arriesgado, vertiginoso, brillante desde su temeridad. Solo quedaría desearles aquello de “Ánimo, valientes”.