Coldplay inauguró el nuevo siglo con un par de álbumes adorables, Parachutes (2000) y A rush of blood to the head (2002), y durante sus cuatro primeros trabajos ejerció como una banda no solo extraordinariamente popular, sino también influyente, relevante y propicia a generar buenas dosis de excitación, al menos entre las mentes no contaminadas por los prejuicios o la envidia hacia el éxito ajeno. Todo lo que fue aplicable durante aquella primera década dejó de serlo a partir del quinto disco, Mylo xyloto (2011), que ya flaqueaba por aquí y por allá, y hasta dejaba traslucir que la factoría de Chris Martin hilaba más fino con la mercadotecnica que con la melomanía. Con todo, el cuarteto británico no ha dejado de rubricar obras apreciables, pero Music of the spheres puede que sea, por desgracia, la más difícilmente defendible de toda su producción, que ya anda (epés y obras menores aparte) por los nueve álbumes en estudio.

 

En realidad, a partir de aquel 2011 la producción de Coldplay se bifurca en dos grandes ramas, distinguibles con un simple golpe de vista. La palma se la llevan los álbumes en tecnicolor, esos estallidos cromáticos que aspiran a simbolizar, ya desde su misma portada, cómo el rubicundo emblema del britpop puede acompañarnos en los estadios más multitudinarios y los encuentros de mayor efusividad. Es en ese lote, el que inauguró Mylo xyloto y prolongó el irritantemente vacuo A head full of dreams (2015), donde nos corresponde asignar este Music… también de alegres tonalidades chillonas en su presentación. Y esta línea de actuación no hace sino abonar el terreno para los detractores, en ocasiones ridículamente furibundos; como si entre medias, esa misma banda a la que tanto parecen denostar no hubiera sido la misma responsable del taciturno Ghost stories (2014), en la línea de los mejores elepés de desamor; o del sensacional y casi étnico Everyday life, que a finales de 2019 pareció una inyección de amor propio, una demostración de que este es un cuarteto lo suficientemente serio y relevante como para no merecer, desde el buen juicio analítico, la mofa de la caricatura.

 

Todas esas enseñanzas se tambalean en este ejercicio de marketing sonoro para todos los públicos, que se sostiene en unos adelantos extremadamente radiofónicos, Higher power y My universe (este junto a BTS, los ídolos del pop surcoreano: no hay fronteras para la religión coldplaywoodiense). No parecían carburante para nuestro solaz, pero hay que reconocerles las buenas hechuras; sobre todo en el primer caso, al que a cada nueva escucha hay que reconocerle sus tenaces agarraderas en la memoria. La sorpresa es que estos dos avances de pop a ultranza figuran entre lo mejor del álbum, en el que su teórica tercera gran baza, Let somebody go (con Selena Gómez; seguimos apostando por un pedigrí más tuitero que musiquero), es una balada de baratillo que se queda a varios años luz de los grandes clásicos de Coldplay para ondear las linternas de los móviles.

 

Podemos transigir con Humankind, solo pasable, pero no hay estómago preparado para Infinity sign (o su emoji correspondiente), cuatro minutos maquinero a partir del oe oe oe oeeeé de los hinchas del balón. Y no sabemos bajo los efectos de qué tipo de sustancia pueden haberse perpetrado Biutyful y su protagónica voz de pitufina. Todo ello difumina el efecto que cabría esperar de los 10 minutos finales con Coloratura, una especie de epopeya progresiva, como de Pink Floyd en adaptación para todos los públicos, que pierde verosimilitud en este contexto de frivolidad tontorrona.

 

Una pena, porque, si conseguimos sustraernos de todo lo demás, Coloratura reúne méritos suficientes y habría recabado algún que otro puñado de piropos. Ojo: un pequeño subtítulo en contraportada advierte de que nos encontramos ante el Vol.1: From Earth with love. En función de si algún hipotético segundo volumen nos llega en versión colorista –incluso infantilizada– o blanquinegra, ya iremos dilucidando si el anuncio es promesa alentadora o cruel amenaza.

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