Hay en Marazu, desde que le conocemos, la sospecha perpetua de gran artista en ciernes. También había hasta ahora la necesidad de que rubricara un disco referencial, decisivo. La gran belleza lo es. O, como mínimo, es el que se queda más cerca de merecer tal distinción, sin menoscabo de sus antecesores. Tras el iniciático La colección de relojes (2012), el introspectivo Escandinavia (2015) y el expansivo y algo disperso Lumínica (2017), he aquí el retrato de un hombre emocionalmente vulnerable y musicalmente desacomplejado. Un joven sincero al que le gustan desde Nino Bravo a Coldplay, y no le importa ni que se sepa ni que se note.
Un dato curioso: Lumínica y La gran belleza sirven como haz y envés de una misma realidad. Si el primero testimoniaba la eclosión del romanticismo y el bienestar en el momento dulce de una relación, el segundo supone la crónica de la ruptura desde todas sus manifestaciones. La nostalgia de lo ya vivido y ahora esfumado, la constatación del fracaso, la asunción del golpe. Incluso la reivindicación de la amistad para con la persona a la que se amó. La destinataria del repertorio de 2017 y de este es la misma, una muchacha con raíces en Huelva. Esa adscripción geográfica se documenta aquí en dos de las canciones, El espigón y Punta Umbría, que abre el trabajo y marca ya las pautas estilísticas de estos tres cuartos de hora: sonido rotundo, poderoso, con músculo, muy compacto y con briznas de electrónica, aquí y allá, aportando el color, el matiz, el toque distintivo.
En todo ello se deja sentir la mano sutil del productor Paco Salazar, que ya había congeniado con Marazu en 2016 con motivo de Infinitos bailes, el álbum de Raphael al que este abulense del 86 aportó el tema Una vida. La gran belleza era, claro, la película favorita de aquella antigua novia onubense. Enclaustrado en el domicilio paterno, “casi como un monje cartujo”, Jorge Hernández Marazuela prefirió desaparecer, hacerse invisible para enfocar todas sus energías en unas canciones que se convierten en auténtica cartografía emocional. Ha debido de ser un intenso mano a mano entre un corazón malherido y sus musas, siempre traviesas e impredecibles. A juzgar por el resultado, parece evidente que acabó atrapándolas.
Como buen autor documentado y ambicioso, Jorge proviene de Antonio Vega y ha escuchado con detalle estos últimos años a los más grandes del entorno anglosajón, en particular Damien Rice o Glen Hansard. Pero en este nuevo impulso no van por ahí los tiros. En la excitante Años (con esa frase demoledora, “Una de cal y otra de redención”) pervive el latido de aquellos Keane primigenios de Everybody’s changing. El ascendente de los mejores Coldplay asoma en la vigorosa Instinto (“Ser valiente a veces no es lo más inteligente”), un canto de superación y amor propio que se erige en uno de los grandes pilares temáticos de la colección. En Ángeles confluyen un sonido grueso, colindante casi con U2, y el romanticismo melódico de (¡avisados estaban!) Nino Bravo, una de las eternas debilidades de la casa. El ritmo electrónico de Era para hacerte reír puede servir como guiño a Depeche Mode, mientras que la épica de La gran belleza, el cuidadísimo colofón que da fin al disco –antes de esa propina que es la nueva versión de Miedo, junto a Vanesa Martín–, refrenda que las grandes lecciones aprendidas de los Beatles son y serán siempre impagables.
Hasta en Canción para Alma, dedicada a su sobrina, hay algo de esa manera de transitar por la melodía de George Harrison. Incluso el Lennon más experimental puede haber influido en El ritual. Queda claro que este cuarto álbum es obra de gestación prolongada y concienzuda. Pero supone un retrato bello de este Marazu grande, talentoso y desacomplejado. Un tipo que ama, sufre y deja entrever sus cicatrices. Y que después de rubricar La gran belleza, el colofón épico que da título a esta entrega, ha recolocado su propio listón un palmo más cerca del cielo.