Fértil y prolífico como solo los muy grandes pueden llegar a serlo, nuestro incombustible modfather celebra su cumpleaños número 66 publicando el mismo día de su aniversario un álbum de título homónimo, casi como una metáfora de que el concepto de la jubilación le es del todo ajeno (y bien que nos alegramos). Hablamos de su entrega número 17, si no nos fallan las cuentas, y puede que sea la más relajada, disfrutona y vitalista de las que nos viene ahora mismo a la cabeza, como si Paul Weller no pretendiese tanto sentar cátedra como hacer balance de lo aprendido hasta ahora, que es prácticamente todo.

 

Olvídense de la era digital y piensen, si acaso, en 1966, año de todos los prodigios a los que también puede que haga alusión el título, siquiera de manera tangencial. Weller se siente inspirado y cómodo en su pellejo, orilla aquellos devaneos electrónicos no tan lejanos (¿recuerdan Sonik kicks, por ejemplo?) y se adentra en aquel soul acústico, orgánico y carnal que canonizó en los tiempos dorados de The Style Council, de los que prodigios como Nothing o Ship of fools son herederos directos. Nos alistaríamos de inmediato, sin temores ni rodeos, en un barco de chavetas como ese, en el que los arreglos de flauta y vibráfono, primorosos, hacen sombra a un invitado de tanto lustre como Suggs, de Madness.

 

El pop para sibaritas alcanza otras cotas elevadísimas, como en ese ejercicio de cámara a ritmo de vals que es My best friend’s coat, al que siguen las florituras de cuerda de Rise up singing, con el soul dulzón de los setenta en el retrovisor. Todo acontece así, en una sucesión de clases magistrales impartidas sin dogmatismo ni aspavientos, como si Paul pensara más en el gozo perezoso de una tarde veraniega que en el designio ilustre de las aulas o el veredicto trascendente de la inmortalidad. Es una sensación que impregna esta docena de cortes con vocación atemporal: nadie regresará necesariamente a 2024 cuando los descubra un puñado de años después, sino que podrá circunscribirlos a algún momento hermoso de la vida.

 

Por eso no llaman en exceso la atención ese par de colaboraciones distinguidas que protagonizan Noel Gallagher (la lisérgica Jungle queen) o Bobby Gillespie, junto al que tantea el góspel con guitarras en Soul wandering. Acaban resultando más mollares los devaneos de A glimpse of you en la órbita del mismísimo Burt Bacharach (la eternidad era eso), la entrañable nana con flauta Sleepy hollow o la juguetona incursión en el disco de Flying fish, que tampoco queda tan lejos de… ¡Dancing queen! Para que luego nos vengan con edadismos: a ver cuántos jovencitos pueden hacerle sombra a un sexagenario como Weller.

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