Robert Forster, icónico apóstol del rock australiano, dedica el texto íntegro del libreto de Strawberries a relatar en primera persona el cúmulo de casualidades, confluencias y demás circunstancias que le han llevado a grabar su noveno álbum en solitario no solo en Estocolmo, a muchísimos miles de kilómetros de distancia de Brisbane, sino rodeado íntegramente de artistas suecos. El suyo es un relato entrañable, caluroso y elocuente, y sirve para refrendar que esta circunstancia no solo es una anécdota geográfica, sino un revulsivo creativo que dota a la colección de un encanto y calidez evidentísimos. Casi a la manera de un rejuvenecimiento sonoro, creativo y emocional que le sienta bien a cualquiera; también a un trovador eterno y atemporal que transita por sus 67 primaveras, como es su caso.
Forster nunca gozó de una voz amable ni meliflua, y esa aspereza grave, profunda y emocional permanece incólume a lo largo de estas ocho nuevas composiciones de inédito aliento escandinavo. Pero su reciente y cada vez más asentada amistad con Peter Morén, uno de los artífices de los indispensables Peter, Bjorn & John (los de Young folks, ya saben), propicia un sonido mucho más cómplice y cercano, como envuelto en madera. Y el soberbio material con el que Robert Derwent Garth Forster irrumpe en esos estudios Ingrid de la capital nórdica hace el resto. “Tenía en la cabeza un álbum de colores vibrantes (…). Y quería cumplir otro sueño: mi primer disco de ocho canciones. Cuatro canciones por cara. Una simetría perfecta“, relata el que fuera la mitad de los inolvidables The Go-Betweens, a los que seguiremos echando de menos por más años que transcurran desde la partida eterna de Grant McLennan.
Y es ese espíritu no ya cálido, sino casi mercurial, el que alienta estos 37 minutos de rock sustancial y alternativo en estado de gracia. No hay melodías simplonas y absurdas con las que conquistar ninguna frecuencia modulada, hasta ahí podíamos llegar, pero sí la sensación de que el mejor Lou Reed posible tendría serias dificultades en igualar All of the time o que ni siquiera Dylan podría igualar una armónica tan adictiva como la que insufla un aliento vitalista y burbujeante al corte inaugural, Tell it back to me. Aunque también hay mucho espíritu dylanita en Breakfast on the train, memorable retahíla de estrofas sin estribillo que, pese a sus ocho minutos, se devora con la fruición de un buen café con su tostada.
El color y el calor –tan inequívocamente escandinavos, aunque algunos lo encuentren paradójico– proviene en buena medida del clarinete bajo y los saxos alto y tenor con los que Lina Langerdorf adorna y enriquece, sin un solo brochazo tosco, maravillas como la meditabunda Foolish I know, el rock a media velocidad de Diamonds (¿otra vez con Velvet Underground en el retrovisor?) o Strawberries, un corte casi cabaretero en el que Forster comparte protagonismo vocal con Karin Bäumler. La propia Bäumler reaparece en otro título esencial, Such a shame, de naturaleza casi opuesta: Robert casi murmura su dolor en forma de letanía mientras ella aporta unos coros etéreos y celestiales.
Y así concluye un disco en el que su ilustre firmante sigue resultando inconfundible, pero también revitalizado. Qué sorpresa tan maravillosa.