Puede que no nos encontremos ya en el momento más propicio para esperar grandes conquistas por parte de Simple Minds, un banda que dijo todo lo que tenía que decir durante su primeros nueve álbumes, a lo largo de esa década en estado de gracia que les condujo desde Life in a day (1979) hasta Street fighting years (1989), y que desde entonces ha alternado álbumes correctos y alguno muy decente con otros que solo encontrarán acomodo en las estanterías de los completistas más recalcitrantes. Pero Big music (2014) insinuaba ya un rearme que se apuntaló con Walk between worlds y que ahora encuentra en esta decimooctava entrega (o decimomovena, según cómo hagamos el cómputo) seguramente el menor exponente de estos Minds talluditos. Y qué bien poder anunciarlo sin mayores circunloquios, para escarnio de escépticos y amigos de crucificar sistemáticamente a quienes no pertenezcan a las filas de los púberes o los recién llegados.
Podrá haber influido que la pandemia otorgó a Jim Kerr y su único aliado superviviente de la formación adicional, el guitarrista Charlie Burchill, tiempo y perspectiva para seleccionar, madurar y pulir estos nueve títulos de estreno, que pasan a 11 en el caso de la edición de caso. Acaso aporte una sensibilidad agudizada el deterioro y posterior fallecimiento del padre de Kerr, al que el cantante dedica el tema inaugural, Vision thing. Pero tanto ese corte como el inmediatamente posterior, First you jump, rivalizan por erigirse en lo mejor de los escoceses en este siglo ya nada nuevo. El primero exhibe esos teclados densos y la instrumentación oronda con la que las Mentes Sencillas llevan más de cuatro décadas haciendo fortuna; el segundo se beneficia de un aire instantáneo y contagioso que no es frecuente en los cánones de la formación. Y todo ello sin minusvalorar la apabullante Solstice kiss, que comienza con un vago guiño a los modos celtas, como en el clásico Let there be love, antes de eclosionar con sintetizadores aún más bombásticos y esos coros femeninos con regusto góspel que tan bien le sienta, de cuando en cuando, a la receta.
Hay algún otro elemento más dudoso, como rescatar una olvidadísima canción abandonada de los primeros tiempos de la banda, Act of love (1978), para resarcirla ahora como un despendolado número para las pistas de baile. O acudir al catálogo de un grupo menor de los años ochenta, The Call, para abordar una versión de su miniéxito When the walls come down y evidenciar lo mucho que siguen debiéndole nuestros viejos amigos de Glasgow a aquellos años efectistas, excesivos y también, a menudo, soberbios. Hay algunas piezas de menor calado (Planet zero, Natural), que quizá orillemos en la carpeta de los asuntos poco relevantes y hayamos olvidado antes de la Nochevieja. Pero a cambio, a poco que prestemos atención, descubriremos que es el ilustrísimo y memorable Russel Mael, la mitad del fraternal dúo Sparks, quien se suma al desmadre eléctrico y sintetizado de Human traffic. Y que Direction of the heart (Taormina 2022) es uno de esos ejemplos de synth-pop marcial y machacón con los que Jim Kerr se pone las botas. Simple Minds no parece ya ni en tiempo ni en condiciones de ampliar la parroquia, pero Direction… otorga motivos al aficionado clásico de la banda para llevarse un alegrón que a estas alturas no tiene que disimular ni justificar ante nadie.
Totalmente de acuerdo
A estas alturas con la que está cayendo en lo musical de ritmos, poses,artificios guturales en las voces …se agradece un poco de bálsamo para los oídos con los Simple Minds
Gracias por tus aportaciones, Pera 🙂