Santi Campos, ese bigardo hirsuto infiltrado en nuestro rock de autor, se hace definitivamente grande. En torno al estirón ya habíamos encontrado elocuentes indicios en Cojones, el antecesor de 2016, un disco realmente apreciable más allá de su título rupestre. Pero La alegría (menuda diferencia a la hora del bautismo, qué curioso) es una eclosión pletórica, un tarro de esencias desparramadas. Hay algo de suicida en la estampa de un artista aún minoritario que pretende recabar nuestra atención con un disco doble, 20 canciones repartidas equitativamente entre cuatro caras; un despliegue de escrituras, contenidos y minutaje que atenta contra las pautas más elementales de comportamiento en el presente ecosistema de consumos urgentes, en el imperio del aquí-te-pillo-aquí-te-mato. Y en estas 20 piezas nuevas de un hombre ajeno a las bendiciones comerciales encontramos no solo unos cuantos títulos magníficos, sino un discurso hilvanado y coherente, entreverado incluso con un tenue hilo argumental. La educación católica sirve de carburante para los cinco primeros cortes, mientras que las siguientes tandas llevan como subtítulos El viaje (preocupaciones sociales), Polizones (el amor, a la persona amada pero también a uno mismo) y Casi un milagro, repóker de cierre donde se abordan con valentía los binomios más dolorosos, el del éxito y los tropiezos, el de la vida abocada al desenlace fatal. Hay mucho que escuchar, en suma, y poco tiempo que perder. Campos llega aún más lejos con su valentía y apuesta por una mayoría amplia de tiempos medios: definitivamente, este no es disco ni de gimnasio ni de himnos para las radios jaraneras. El conjunto, por sus dimensiones cuantitativas y empeño conceptual y filosófico, nos trae a la memoria El hambre, el enfado y la respuesta (2013), aquel trabajo también doble de los catalanes Egon Soda. Pero quizá el nombre de los gallegos Eladio y Los Seres Queridos sea el primero que nos venga a la cabeza con la serenidad dramática de Cartas o la fantástica Tatuaje, acaso la composición más sembrada de este extenso puñado. Entre medias, el fiero vitriolo anticlerical de Ruido de fondo, el escepticismo en torno a las grandes ciudades del siglo XXI (Barcelona), la amargura explícita de Vino y diazepam, la apoteosis final de la postrera La alegría. Estamos ante un disco amargo pero no frustrante. Y estamos, ante todo, frente a la ilusión de un gran título. Que no se difumine en la inmensidad del streaming.

 

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