Sky fueron la aventura relativa (o, quizá, inevitablemente) fallida para encontrar la cuadratura del círculo. O, dicho en otros términos, para hermanar rock y música clásica sin acabar soliviantando a los aficionados de ambos bandos, que es lo que suele suceder en estos casos. El resultado, visto desde hoy, puede parecer un tanto irregular, y puede que todavía más anacrónico. Pero no es así: Sky no pertenecen a esta época como tampoco formaron parte de la suya. Su osadía consistió en ocupar un territorio tan devastado como una superficie no ya celeste, sino lunar.
La idea pivota en torno a la figura de John Williams, el guitarrista clásico (no el compositor de bandas sonoras), que ya había flirteado con la idea de tender puentes entre dos orillas que tantas veces se mostraron irreconciliables. Pero sus acompañantes son de tanta enjundia que era inevitable incluir el término “supergrupo” en cada una de las reseñas. Sobre todo por la presencia del ubicuo teclista Francis Monkman, gurú entre las huestes del rock progresivo desde sus años al frente de Curved Air.
La mano de Monkman pesa más que las de Williams y el otro guitarrista, Kevin Peek, en este debut que se revisita con la media sonrisa que le concedemos a los episodios entrañables. Westway es tan correcta e impoluta que anticipa la asepsia de la new age, pero Carillon era una genuina filigrana de guitarra clásica y la melodía de Cannonball solo podía provenir de un autor, Monkman, con muchos galones.
Él mismo fue el encargado de asumir la suite en cinco movimientos, Where opposites meet, que ocupa toda la cara B, en la más pura tradición del rock progresivo. Y en algunos de sus pasajes parece manifiesto el interés por guiñarle el ojo a los fieles de Mike Oldfield, que entonces atravesaba por momentos de gran brillantez compositiva y refrendo multitudinario. Pero el elemento distintivo de Sky figuraba en las adaptaciones de melodías clásicas, aunque Yes o Emerson, Lake & Palmer ya hubieran jugado esa baza. La primera Gymnopedie de Erik Satie quizá fuera una opción demasiado obvia, pero La danza, del granadino Antonio Ruiz-Pipó, ayudó a que Sky también obtuviera un moderado éxito por tierras hispanas. Hoy es más fácil encontrarlo en la cubetas de segunda mano que en las tiendas de discos, pero sirve como curioso eslabón perdido entre el sinfonismo de los setenta y las nuevas músicas que alentarían sellos como Windham Hill, Narada o American Gramaphone.