¿Un disco de pop que comienza con esa especie de mugido profundo del didgeridú, esa especie de cuerno kilométrico de los aborígenes australianos? En 1993 resultaba evidente que sí, que debíamos tomar nota de aquel muchacho blanco que cantaba como los dioses negros. Jason Kay era un tipo jovencísimo, de apenas 22 años, proveniente de Manchester y con la típica adolescencia turbulenta, rebelde y ensoñadora: anhelaba sentir la brisa de la libertad azotándole el rostro desde los 15, cometió alguna que otra fechoría para sobrevivir y acabó encontrando en la música el elemento vertebrador que daba sentido a su vida y a través del que podría difundir el mensaje de ecología y pacifismo que le obsesionaba.
Emergency on Planet Earth es, en ese sentido, un álbum de candidez enternecedora, con su discurso algo elemental pero muy sincero de regreso a las esencias del planeta, reencuentro con la tierra (y con la Tierra), repudio hacia las vertiginosas velocidades finiseculares y amor expreso por las civilizaciones arcaicas. No solo las de Oceanía, simbolizadas con aquel instrumento icónico que muchos no habían visto jamás: el propio nombre de la banda era un guiño hacia los iroquois, uno de los pueblos nativos americanos que habían sido aniquilados durante la conquista del Oeste.
Frente a ese mundo acelerado y hostil, tan deshumanizado como vacuo, el hombre del sombrerito de cornamenta quiso girar la mirada hacia el soul/funk clásico de los setenta. La ecología, a fin de cuentas, ya figuraba en el ideario de Marvin Gaye y las jams de metales desbocados eran consustanciales a James Brown, pero la obsesión evidente de Kay siempre fue Stevie Wonder. Nunca supimos si lo suyo era tributo o incluso imitación, pero, cielos, tanto Too young to die como When you gonna learn parecían dos fabulosos descartes de los tiempos de Innervisions. Y por si algún despistado no se percatara aún, el instrumental Music of the mind, con sus aires de jazz progresivo a lo Chick Corea, calcaba prácticamente el título de otra obra fundamental de Wonder: Music of my mind (1972).
Contaban de Jason, hijo blanco de una cantante de jazz, que tenía sangre portuguesa por vía paterna. Pero sus obsesiones estilísticas provenían de otras latitudes. Alguien que a los veintipocos se consagra al funk desbocado de Whatever it is, I just can’t stop y, sobre todo, se embarca en la aventura frenética de Revolution 1993 (fantasía acelerada de diez minutos largos, con aderezo orquestal y guiño beatlemaniaco en el título), bien merecía que constatásemos nuestro asombro. La sorpresa fue amortiguándose con los años, como sucede con todo, y la productividad ha decrecido. Pero con Jamiroquai no ha habido aún margen a la decepción. Y eso, varias décadas después, ya es mucho.