Sorprende Teo Cardalda de manera clamorosa con un proyecto ambicioso, documentadísimo, extravagante en la mejor de sus acepciones, inesperado y del que resulta muy difícil encontrar paralelismos o antecedentes. Sorpresa: qué pocas ocasiones nos brinda la actualidad musical para escribir semejante término, y menos aún si el firmante es un personaje que, por veteranía, podría optar por un perfil más clásico y acomodado, menos propenso a las salidas de guion.
Pero no. El emblemático músico vigués, caballero de historial dilatado y controvertido, se embarca en la aventura de conferir dimensión sonora a un literato ilustrísimo pero ignorado como abastecedor de versos para la música popular; entre otras cosas porque su producción poética fue, en comparación con la dramática y la novelística, escasa y casi irrelevante. Pero ahí está el eminente pontevedrés Ramón María del Valle-Inclán siendo objeto de veneración como icono pop sobrevenido. Los suyos son poemas evocadores, terruñeros, envueltos de un cierto halo mágico, asombrosamente atemporales. Y Cardalda consigue con ellos, de entrada, lo más difícil: que el oyente no sea consciente de la procedencia extramusical de estas letras, que exista armonía y naturalidad a la hora de incorporarlas a un universo que ni en tiempo ni en forma es el que en origen les pertenecía.
Teo acentúa su perfil de experimentado autor al piano en Rosa hiperbólica, el primero de los nueve poemas que ha logrado convertir en canciones y el ejemplo más excepcional de cuantos encontraremos aquí: si alguien albergara dudas sobre la vigencia de su discurso musical, las despejará con esta composición serena, creciente, vigorosa y refinada con la inclusión de unos preciosos arreglos de cuerda. Cardalda transita otros paisajes sonoros en los que goza de amplio bagaje: el pop solemne y guitarrero para No digas de dolor, la música folclórica gallega en la fantástica Cantiga de vellas (único poema en gallego de nuestro barbado autor), la balada tersa para Rosa gnóstica, el dramatismo casi de ópera-pop en Los pobres de Dios. Más desconcertante es el tecno-funk medio recitado que adopta en Rosa del caminante, mientras La rosa del reloj echa el telón con un atractivo aire de cantinela reiterada para la que el de Vigo exhibe su voz más rasposa y expresiva. Excelente aún a las puertas de convertirse en sexagenaria.
Todo ello viene presentado en forma de primoroso disco-libro de tapas duras y formato grande, esos 23 por 23 centímetros que acaban por dar todo el empaque y el cuerpo que la ocasión merece. Bien, muy bien este empeño por dignificar el trabajo propio, reivindicar el valor de los objetos musicales y engrandecerlo con un par de artículos muy documentados sobre Valle-Inclán, abundante material gráfico y detallada reproducción de las letras. Aunque todo ello quede ensombrecido por la omisión inaudita de los créditos musicales: ni una línea sobre lugares y fechas de grabación o acompañantes.
También es muy discutible la idea de alternar estas nueve composiciones con siete pasajes hablados o recitados mediante los que Teo intenta dar a su obra una dimensión casi de ópera-pop o teatro musical. Quizá esas declamaciones tengan sentido en una hipotética puesta en escena, pero en este formato fonográfico solo sirven para interrumpir, entrecortar y, básicamente, incordiar. Siempre quedará la opción de programar los cortes musicales y suprimir los hablados, pero no deja de ser un engorro.
Muchas luces (de bohemia) y alguna sombra, en definitiva, para un trabajo que nadie imaginaba, a muchos desconcertará y a casi todos debería reconciliar con la dispar y sin par figura de su firmante. Teo Cardalda será siempre un pilar decisivo de nuestra historia reciente por su papel destacadísimo en Golpes Bajos, aventura efímera y eterna, mientras que los largos años al frente de Cómplices resultan irregulares, en ocasiones edulcorados y tan difíciles de defender que no será ni aquí ni ahora donde nos aventuremos a hacerlo. Acaso por ello habrá más de uno que se acerque a Claves líricas entre el desconcierto y el escepticismo. Su sorpresa –esa palabra mágica–, a poco que orille los apriorismos, será mayúscula.