Los genios siempre son de espíritu bamboleante, y a la altura de 1985 el gran Robert Smith ya había tenido tiempo de dar unos cuantos bandazos. La gran ventaja, de aquella, era el carácter fértil e indomable de su producción. Smith provenía de la grabación de The top, uno de sus discos más inesperados y desconcertantes, pero afrontaba su sexto elepé en otros tantos años, y eso sin contar con caprichos como reservar esa píldora fabulosa que fue The lovecats para redondear su primer álbum de éxitos (Staring at the sea). Pero esta Cabeza en la puerta representó la cuadratura del círculo. Era extraordinariamente pegadizo, brillante, irresistible, amigo de las radiofórmulas y de los programadores de la MTV. Pero no se le podía reprochar nada, porque conservaba la profundidad, oscuridad y hondura del iniciático Three imaginary boys (1979), cuando el geniecillo Robert James y su compañero de expedición, Simon Gallup (¿el bajista más influyente que ha dado la Gran Bretaña?) despuntaban como los chicos más góticos de Blackpool.
The head on the door abría la puerta, nunca mejor dicho, a una trilogía mágica (Kiss me kiss me kiss me, 1987, y Disintegration, 1989), pero era seguramente la más adorable de todas las entregas. Por lo pronto, porque incluía dos de los mejores sencillos de la década, In between days y Close to me, con esa habilidad pasmosa de Smith para crear motivos simples de tres o cuatro notas que se nos clavan de por vida en las entendederas. Pero también por añadir al menú algunas extravagancias fabulosas; en particular, la escala oriental para Kyoto song y la ambientación con guitarra flamenca (¡y castañuela final!) en The blood.
A Smith se le secaría la inspiración con los años, cuando sus discos se fueron espaciando de manera exasperante, pero aquel muchacho de pelos disparados y apenas 26 años en el carnet atravesaba por su gran momento de gracia. The head… es la constatación de un talento en racha, de un hombre al que le sale todo. Y tan pronto parece jugar con una melodía infantil (Six different ways) como se permite el desparpajo de un solo de saxo para A night like this y acaba desembarcando (o encallando) en Sinking, pura luz tenebrosa a la antigua usanza, con dos minutos de introducción instrumental. No le reprochemos nada a Smith, ni siquiera sus sucesivos cortocircuitos y remolonerías. Alguien capaz de redondear estos 38 minutos quintaesenciales ya se dejó asegurada desde bien temprano su plaza en el Olimpo.