Joana Serrat acaba de recibir con Big wave una calificación de 9 sobre 10 en la revista británica Uncut, un refrendo internacional que podemos equiparar en relevancia y motivo de alborozo con una estrella Michelín para cualquier cocinero que se precie. Y un aval así, que no le ha pasado inadvertido a nadie, nos permite extraer un par de conclusiones urgentes. La primera, la constatación de que la artista catalana –que sigue fiel al monolingüismo anglosajón frente al micrófono– continúa gozando de mucho más reconocimiento por el mundo adelante que al sur de Pirineos, donde sigue siendo extraña y mayoritariamente ignorada. Y la segunda, que estas 11 nuevas canciones, soberbias en un porcentaje abrumador de casos, quizá no sean tan lánguidas ni melancólicas como pudiera dar a entender el texto del prestigioso Allan Jones , uno de los grandes del periodismo musical británico. Porque con Big wave nos enfrentamos a un álbum sin duda etéreo, pero en ningún caso deshuesado. Y con una carga de dolor, angustia y hondura nada desdeñable entre sus surcos.
Serrat volvió a visitar The Echo Lab, su estudio fetiche de Texas, para inmortalizar esta nueva entrega durante dos semanas de abril de 2022, aunque suponemos que aparcó el proyecto para que su publicación no colisionase con el nacimiento de Riders of the Canyon, el maravilloso supergrupo que urdió la temporada pasada en compañía de Roger Usart, Víctor Partido y Matthew McDaid. Si aquel era un entorno más propicio para discursos folkies y acústicos, la barcelonesa retorna a la densidad y la espesura con un álbum en el que el sonido se estratifica en capas superpuestas y donde la preponderancia de los sintetizadores, a menudo propensos al dream pop, no disuade esta vez a las guitarras eléctricas, dispuestas a aportar el pellizco y el carácter afligido que gravita sobre toda la obra. Porque Serrat concibe su nuevo cancionero como un homenaje expreso a sus abuelos, ya fallecidos, pero la pérdida y la constatación de lo inevitable le sirven de paso para colocarse frente al espejo de sus propias congojas, que pueden ir desde los desengaños sentimentales a las intermitencias de la autoestima. Qué cosas, en su caso.
La textura sonora, ya lo mencionábamos, desempeña aquí un papel fundamental que asume un productor ilustre y codiciadísimo, Matt Pence (John Grant, Jason Isbell…), responsable de mantener ese difícil equilibrio entre los componentes térreos y los aéreos de estas composiciones. Porque la cantautora de Vic puede avivar en nuestro subconsciente el recuerdo imborrable de Cocteau Twins (Are you still here?), epítome de la ensoñación sónica, pero ello no le impide resultar áspera como P.J. Harvey en pasajes como Feathers, ni compleja y panorámica en el caso de Big lagoon, tan paisajística y evocadora: una preciosa manera de dar a entender lo poquita cosa que somos en cuanto desviamos la vista del ombligo y miramos a nuestro alrededor.
No es Big wave un disco amable ni complaciente, por su propia naturaleza en forma y fondo, por ese ideario asentado en el desencanto y la desazón, y su traducción en esas formas tenebrosas, a veces hasta ruidistas. Es un álbum crudo, incluso rabioso, como si a los Crazy Horse más fieros se les hubiera colado una legión de teclistas. Y es, en definitiva, un álbum apasionante, digno de ser desentrañado poco a poco. Un elepé sobresaliente, como ya apuntaban allende los mares, aunque aquí no parezca que andemos muy pendientes.