A partir de un paso afortunado por la pila bautismal, porque su nombre tiene gracia y encanto más allá de la militancia futbolera o de la adscripción geográfica matritense, los cinco chavales de Vicente Calderón saltan a la cancha con un primer álbum que aúna el desparpajo de los debutantes, el ingenio de los cerebros que atesoran la lucidez de la juventud y ese punto de muy saludable mala baba que no tarda en adquirir cualquier observador que mire este mundo repelente que el neoliberalismo nos está dejando ya casi en cualquiera de sus latitudes. Con esos mimbres construyen su discurso estos cinco madrileños bulliciosos y ocurrentes, bullangueros pero también mordaces; un repóker de muy legítimos representantes de una generación Z de la que no se postulan como portavoces, aunque muy probablemente pudieran ejercer como tales en cualquier foro que pretenda tomarle el pulso a la vida en una ciudad con ínfulas, con veintipocos años en el DNI y muchas más dudas razonables sobre el futuro que certidumbres o expectativas.
Tal es el marco de actuación sobre el que gravita este debut esperanzador e ilusionante, un nuevo ejemplo de que las guitarras marrulleras nunca se habían marchado del todo pero ahora pueden reivindicarse, con gracia y orgullo, a rebufo de las enseñanzas que han ido diseminando en los últimos tiempos Cala Vento, Carolina Durante, Alcalá Norte y demás grupos que están aunando un amplio margen de consenso y adhesiones sin que sus movimientos parezcan prediseñados al milímetro y coreografiados por alguna inteligencia artificial. Los Calderón son dos chavalas y tres chavales de vocación orgánica, espíritu razonablemente gamberro y amplio espacio para su sagacidad como músicos con pegada y observadores inconformistas y, llegado el caso, revirados.