Alex Izenberg es el inadaptado de la familia. Pero nos encanta que participe de las celebraciones. Ese aire ermitaño, el desaliño, los pelos revueltos, sus gafotas seguramente no muy bien escogidas y el poco aprecio por las labores de peluquería acaban convirtiéndose en reflejo externo de su singularidad deliciosa. No tenemos a muchos como él. Por eso debemos renovar nuestros votos y cuidados. Un hombre que graba en el sello Weird World es manifiestamente necesario en un momento desde el que solo podemos comprender el mundo si variamos nuestra perspectiva y nos apartamos de los códigos más trillados y recurrentes.

 

Caravan château, segunda entrega de nuestro pintoresco amigo californiano, supone una actualización de estado por parte de un estrafalario maravilloso. Comienza (Requiem: ¡alegría!) con una melodía lánguida que parece beber de Shine on you, crazy diamond, de Pink Floyd, aquel homenaje a un Syd Barrett que debe de haber sonado hasta la extenuación en el cuarto de Alex. Y sigue aferrado a la pesadumbre (Anne in strange furs), pero también la relativa energía en la adorable Disraeli woman, por la que el murmullo se ve realzado por las cuerdas y unas encantadoras segundas voces femeninas.

 

Así son las cosas en este fascinante universo del pop de cámara para chicos raros. Izenberg ya nos demostró su condición tangencial desde el debut (Harlequin, 2016), y aquí aprovecha para acentuar esas maneras de orfebre eremita que se encierra en la habitación y afronta todo tipo de probaturas hasta que, muerto de hambre, ha de salir a recalentarse una porción de pizza del día anterior. Sus canciones son valses encantadores (Dancing through the turquoise),  invitaciones relativamente inquietantes para las altas horas (Lady y sus reminiscencias de Take five) o extraños paseos por la noche oscura del alma, como en la crepuscular y fragilísima Caravan château, apenas sostenida por una preciosa flauta tristona.

 

El enamoramiento a muchos no les resultará instantáneo, pero, más allá de su aura de hombre extravagante, Alex Izenberg es un enorme compositor de pop. Saffron glimpse es una genialidad de lo-fi que, con otros arreglos, entraría en un disco de los Wings. Pero Izenberg se prefiere confinado, duplicando su voz para que el efecto sea aún más imperfecto y singularísimo. Y sí, acaba haciéndose de querer. Mucho.

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