Las “bootleg series” dylanitas, oficialización de tesoros ignotos y grabaciones hasta ahora piratas, constituye una de las aventuras melómanas más fascinantes, la articulación de una discografía paralela que a menudo rivaliza o supera (pensemos en ese “Another self portrait” revelado en 2013 frente al desconcertante “Self portrait” de 1970) a la original. Nuestro regalo de la temporada hace el capítulo ¡14!, cifra inimaginable que ahora ya solo aviva nuestra voracidad: sabemos que habrá más entregas y no podemos aguantar las ganas. Estas tomas alternativas de “Blood on the tracks”, algunas ya expoliadas en el mercado no oficial, son difíciles pero maravillosas, y redefinen el alcance de una colosal obra maestra que se ha convertido en la primera entrada del diccionario de sinónimos para los “álbumes de ruptura” (alucinante: Luca Guadagnino adquirió hace poco los derechos del disco para hacer una adaptación ¡cinematográfica!). Recapitulemos: Dylan grabó la colección en Nueva York, en cuatro días de septiembre de 1974, solo con su guitarra y armónica y la única compañía, a veces, del bajista Tony Brown. Aquí está el álbum tal y como iba a ver la luz, y del que algunos periodistas recibieron ejemplares promocionales, antes de que el bardo de Duluth, insatisfecho y dubitativo, decidiera aquellas navidades detener las máquinas y regrabar en Minneapolis con mayor ropaje instrumental la mitad de la colección. Iba a haber sido el regreso a los orígenes, al folk desnudo: aquí se escuchan hasta los botones de la camisa de Dylan cuando los roza en el fragor de la interpretación. En la edición oficial incluso se aceleró una pizca la velocidad para hacer la grabación más “radiable”. Pero este “Blood…” primigenio tiene mucho de santo grial. Y de ¡Chejov!, gran inspiración dylanita del momento. Ahí queda eso, ya para siempre.

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