El Jefe ha ido difundiendo citas paradigmáticas de su inmenso historial en vivo a lo largo de estos últimos años, en particular con ediciones limitadas a través de su página web, pero la ocasión que esta vez nos ocupa bien merecía una edición oficial con todos los honores. 21 y 22 de septiembre de 1979 en el Madison Square Garden de Nueva York. Reunión de la flor y nata del soft rock estadounidense para protestar contra la proliferación de fuentes de energía nuclear. James Taylor, Crosby Stills & Nash o Jackson Browne cortan el bacalao y abanderan los mensajes de concienciación ecologista en un mundo todavía en paños menores en discursos de sostenibilidad. En la víspera de celebrar su trigésimo cumpleaños, Bruce Springsteen comparece no tanto para encabezar las soflamas como para incendiar el pabellón. Y este documento de hora y media exacta es la constatación de que, en esos momentos de gloria y éxtasis, su E Street Band era una de las mejores apisonadoras del rock que han conocido los tiempos.

 

Hay muchas, muchísimas entregas en vivo en el catálogo de Springsteen, desde que abriera la espita con aquella recopilación de docenas de comparecencias dispares que fue aquel raro, fabuloso y paradigmático Live 1975-1985, cinco vinilos que cualquier seguidor atesora como un repóker para el éxtasis. Esta entrega de 1979 es muy, muy distinta, pero puede que incluso más espectacular. Sobre todo porque parte de una premisa atípica para The Boss, la necesidad de abreviar a 90 minutos exactos un espectáculo sobre las tablas que ya por entonces rondaba siempre las tres horas. Y porque esas dos noches en Manhattan acontecieron en un paréntesis de la grabación de The river, cuyo tema central suena ante la fascinación y el estupor de los asistentes. Nadie conoce la canción, pero los rostros y las reacciones demuestran que el impacto del inminente nuevo himno sería instantáneo.

 

El compromiso del de Nueva Jersey con el directo siempre ha sido encomiable, pero aquí asistimos a la versión reconcentrada de ese fenómeno. Y el resultado es, uf, apoteósico. Bittan, Clemons, Federici, Tallent, Van Zandt y Weinberg (benditos sean todos, presentes y ausentes) refrendan su compromiso con el sudor sin margen al respiro. De hecho, la propia The river y, en alguna medida, The promised land son las únicas concesiones a los tiempos medios y las solemnidades. El resto es un incendio de proporciones gigantescas. No hay tregua ni comedimiento, con una Rosalita que se extiende hasta los 12 minutos, Jungleland estirándose hasta los 10 y otro tanto de lo mismo en los casos de Quarter to three y Detroit medley. Auténticos festines de repertorio ajeno y constatación de que Bruce siempre ha tenido proporciones nada pequeñas de negritud en su corazoncito. Ese popurrí, de hecho, con fragmentos de Good Golly miss Molly o Devil with the blue dress on, es un concepto que todavía ahora sigue aflorando, cuatro décadas después, en sus veladas.

 

El festival de canciones ajenas, una especialidad en la que Springsteen se prodiga poco pero es un maestro consumado, culmina en ese tramo final de la noche con Rave on (Buddy Holly) y un Stay al que se suman Jackson Browne (¡claro!) y, ya puestos, Tom Petty y Rosemary Butler. The Boss ejerce como maestro de ceremonias, se desgañita, enardece al personal, pero prescinde de discursos o mesianismos. Es un chaval en estado de gracia dispuesto a que ni el más pusilánime del lugar pueda contemplar la opción de la indiferencia. Un documento, en suma, excepcional: por esta vez, el adjetivo “legendario” no es mera hipérbole para figurar en portada, sino una descripción muy ajustada de una realidad sencillamente irrepetible.

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