Siguen aconteciendo episodios musicales muy estimulantes por tierras asturianas, así que no consistamos que pasen inadvertidos por los efectos perniciosos de una comunicación poco atenta a las periferias. Y en esa lista de episodios relevantes, desde Alfredo González a Alberto & García, debemos sumar con urgencia el nombre de Javi Vallina, que opera bajo la temeraria –a efectos del algoritmo– denominación artística de Bueno. Su tercer disco parte de un insólito y muy afortunado hallazgo estructural para ofrecer nueve canciones (o pasajes, o movimientos: ahora veremos) de contenido prístino, inspirado y espléndido.

 

No ha sido Vallina, fogueado en proyectos abundantes y no muy divulgados (Los Mancos, Hotel Vaqueros, Sister Morphine…), un hombre prolífico en su trayectoria buenística. Se estrenó allá por 2009 con 9 canciones minúsculas, un huracán y un millón de lunares, demoró hasta 2015 la entrega de Perros, santos y refranes y se ha concedido otro sexenio más hasta desembocar ahora en El refugio. El nuevo título no es por una vez kilométrico, pero sí el aspecto formal de su contenido: una sola pieza de 31 minutos, sin cortes ni interrupciones de ningún tipo.

 

El formato físico acentúa esta peculiaridad, puesto que no existen pistas ni subdivisiones. Como el CD de Lovesexy (1988), de Prince, solo podemos escuchar El refugio de un tirón, aunque en su versión digital sí se presenta subdividido en las nueve canciones que lo integran. Pero no deberíamos hablar en puridad de canciones, sino de fragmentos o apartados de la obra global. Es delicioso el croquis manuscrito que incluye en cedé con el árbol o estructura interna de estos nueve pasajes, con sus ramificaciones de arbustos que dan forma a un pequeño bosque. Las piezas funcionan por separado, en efecto, pero cobran un sentido adicional cuando se escuchan entrelazadas como un todo. Porque relatan una historia global –los refugios, los espacios personales que nos pertenecen y a los que regresamos, la asunción de un microcosmos propio para definir nuestra relación con los demás– que se va entretejiendo, hilvanando y articulando a través de esta superestructura sonora.

 

Suena original y lo es. Puede parecer enrevesado, pero no lo es en absoluto. Porque a la postre resulta que Javi Vallina es un gran cantautor pop, de esos que tan pronto apela a la infinita gran escuela de McCartney como apela para En los nidos de serpiente a la inspiración del Me llamas, del mismísimo José Luis Perales. Mutatis mutandis, claro, pero la esencia de una gran canción clásica está ahí. Como en Pinturas de guerra, por ejemplo, que podría entrar con todos los honores en el repertorio de Niños Mutantes.

 

¿No hay en Oro y fango algo del eterno aliento joven de Los Brincos? ¿Qué podemos objetar al músculo baladístico y melancólico de Nada más que decir? ¿Cuánto bebe el etéreo instrumental Interior-Noche del magisterio de Paddy MacAloon y Prefab Sprout? ¿Cómo no emparentar la voz tenue y exquisita de Vallina con la del también norteño y no menos encantador Fabián, o de Juan Marigorta en Zabriskie? Son 31 minutos del tirón. Media horita, no más. Guarden un hueco en su agenda. De veras.

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