Hay que ser muy valiente y corajudo para entregar un álbum como Jonny, un trabajo de una crudeza y sinceridad extremas, el reflejo de una voluntad casi temeraria por parte de su firmante: la de mostrarse al mundo desde una desnudez completa –real y figurada–, sin maquillajes a la hora de exponer la belleza, la turbulencia, el estigma, el dolor. Es un jovencísimo Jonny Pierce, claro está, quien se exhibe de espaldas, pero sin tapujos, en una portada y contraportada en la que el encanto de un cuerpo hermoso y estilizado entra en conflicto con la inquietud del blanco y negro y del rostro escondido, en un combate encarnizado entre deseo, inadaptación y el repudio de las mentes enfermas que nunca quisieron aceptarle (a él y a tantos otros) como quien es en realidad. Sin prejuicios. Con naturalidad. Desde la eclosión de la vida púber y la siempre enriquecedora enseñanza de la diferencia.
Nunca ha ocultado Pierce su condición de homosexual, pero cuesta identificar en el hombre atribulado que repite una y otra vez “Toda mi vida muriendo” (Dying), casi en una salmodia de pesadilla y alucinación, al mismo rubiales risueño que enamoró al instante a medio mundo con aquel Let’s go surfing, un flechazo instantáneo que le cambió la vida y contra el que se ha revuelto en más de una ocasión, quizá porque no le represente bien ese aire de candor ligero y risueño. La chispa melódica sigue presente, casi a su pesar: I want it all no es tan contagiosa como aquellos The Drums pobretones y salerosos de Money, pero resulta sencillo advertir las trazas, el ADN. Pero hablamos de un tema inaugural que no debe conducirnos al equívoco: Jonny es un disco medianamente extenso (16 cortes) que no tarda en adentrarse en la pesadumbre. Y que termina encallando sin medias tintas en un decimosexto título desgarrador: I used to want to die (“A menudo me quería morir”).
El discurso de Pierce se ha ido volviendo más esclarecedor a cada nuevo disco, pero Jonny supone una pirueta sin red: tan plástica y embaucadora como temeraria. También en lo musical, puesto que abundan la electrónica, los sintetizadores y la sensación de misterio, pero sin duda en la parte temática, ese autorretrato crudo y sin falsas indulgencias, pero profundamente orgulloso. El componente gay se había vuelto ya muy explícito en el trabajo anterior, Brutalism (2019), para el que Jonny no tuvo reparos en retratarse extasiado en portada mientras olisqueaba alguna prenda interior. Pero aquí la línea argumental no se nutre de la procacidad o el descaro, sino del desgarro más profundo: la huida de la familia, la incomprensión, la dificultad para definir una personalidad propia cuando el mundo mira de reojo y reprueba o repudia todo lo que ve.
Quizá el resultado sea un trabajo inquietante (incluso para el público no angloparlante que atienda a las letras solo de refilón), además de disruptivo y poco fluido. Pero este Pierce que se desangra en cada balada tiene mucho interés, sobre todo por su capacidad para la exploración: cercano al soul en Be gentle, abonado al minimalismo digital con Pool God, capaz de desarmarnos hasta la rendición completa en Green grass. Cuánto le faltaba por contarnos a Jonny, por mucho que llevase ya cinco álbumes aportándonos un buen puñado de pistas.