Molly Burch parecía llamada al tenue jazz vocal, a erigirse en, imaginemos, una prolongación puesta al día de Madeleine Peyorux o incluso Norah Jones. Pero en esas acertó a trasladarse a Austin (Texas) nada más finalizar sus estudios universitarios y, claro, de pronto cambiaron sustancialmente el ecosistema y la perspectiva. “First flower” llega poco más de un año después de su debut, “Please be mine” (2017), pero lo supera con creces en esta búsqueda de un pop tan perfecto en su vulnerabilidad que parece facturado medio siglo antes de nuestros días. Hay en la voz y en la escritura de Molly esa candidez que alimentaba de partida las trayectorias de Patsy Cline o Dusty Springfield, pero en “First flower” se acaban filtrando también las angustias e inseguridades de la vida moderna: esa vida, ay, que nos acabará matando. El encanto frágil de preciosidades como “Dangerous place” o “Wild”, con su intenso aroma a deliciosa antigualla, remite a otro gran álbum de la temporada, el de Tracyanne & Danny, y por extensión al hechizo atemporal de Camera Obscura. Las guitarras son serenas y con mucho eco, como corresponde a la tradición vaquera; la base rítmica arropa con tacto de caricia y todo se supedita a la voz susurrante pero muy matizada de Burch, que puede también desembocar en la sensualidad de “Next to me”. “First flower” no es un disco nacido en nuestro tiempo ni en ninguno en concreto. Es, por eso mismo, un álbum sin fecha preferente de consumo. ¿Quién nos dice que la crepuscular, pausada y muy linda “Every little thing” no podría haber triunfado en la garganta del mismísimo Elvis?