Sí, hay algo de suicida en la elección de un nombre tan genérico como caroline, todo en caja baja, para una banda de este mundo digital que nos ha correspondido en el siglo XXI. Pero ese detalle, aun resultando sintomático, termina siendo lo de menos. La verdadera osadía la constituyen los tres cuartos de hora que encierra el debut de este octeto londinense, un disco singular, bellísimo, alejado de los cánones y de complejidad cada vez mayor a medida que se van sucediendo los cortes.

 

Que nadie se asuste, porque caroline no es un trabajo inescrutable. Parte de preceptos próximos al folk británico o el pop de cámara, y no anda lejos de formulaciones que ya les podemos haber escuchado a Alasdair Roberts o James Yorkston. Es la alineación titular, con dos violines, un violonchelo y dos percusionistas, pero también trompetas, flautas, saxos o clarinetes, lo que acaba enredando las cosas… y haciéndolas más excitantes.

 

Al principio de la entrega, Good morning (red) es una letanía triste y hermosísima, con la voz monocorde de Jasper Llewellyn encabezando el hechizo, que puede evocarnos una escena de amanecida en la campiña, con el primer sol perezoso y el aroma a tierra mojada. Pero cuando hemos avanzado hasta el octavo corte, los casi ocho minutos de Skydiving onto the library roof constituyen un reto ya de cierta magnitud, con sus postulados minimalistas y repetitivos salpicados de disonancias contemporáneas. Las mismas que nos embelesan y desconciertan con el rasgueo turbio, martilleante y ensuciado que protagoniza los dos minutos de Zilch, un solo de guitarra acústica absolutamente al margen de guiones clásicos.

 

Aún queda la letanía final, Natural death, que se marcha hasta casi los nueve minutos y conjuga una voz sin apenas dibujo melódico con notas pedales de las cuerdas, una batería espasmódica y un coro espectral. Nadie elegiría una obra así como música de fondo ni banda sonora para un documental de naturaleza paradisiaca, pero el efecto es por completo absorbente. Como todo el álbum, en realidad: perfecto para mentes intrépidas y, sobre todo, dispuestas a dejar cualquier otro quehacer mientras se prolonga la escucha. Merece, y mucho, la pena.

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