¿Somos verdaderamente conscientes de lo que ha sido capaz de hacer David Crosby a los 76 años? En una edad a la que sus compañeros de generación recalan en las socorridas versiones (Dylan, Van Morrison, el propio camarada Stephen Stills), nuestro hombre del bigote entrega, de lejos, su mejor álbum solista desde aquel remoto y memorable “If I could only remember your name” (1971). Y lo hace, no habiendo destacado nunca por prolífico, apenas dos temporadas después de aquel “Lighthouse” que ya era canela fina. Está visto que, llegados a ciertas edades (véase el inagotable Neil Young, este más errático), nuestros mayores se proponen apurar las posibilidades del calendario. Crosby ha acertado con un disco no solo brillante e inspirado, sino con algún giro impredecible: la apertura, “She’s got to be somewhere”, sencillamente parece una canción de Steely Dan que a sus inspiradores, en ausencia del irrepetible Walter Becker, ya no les podremos escuchar. El tema central es oro puro, una preciosidad a medias con Becca Stevens (transfusión de sangre briosa y sensible) que evidencia el ascendente inmenso de Joni Mitchell sobre generaciones pretéritas y futuras. Y no es intuición o sospecha: en la segunda mitad del disco se desliza una (gran) versión de “Amelia”, para que no quepan dudas. Crosby nunca enarboló una voz recia y ahora, de hecho, ni el peso ni la gravedad de los años. Pero escuchar su deje quejumbroso en “Somebody home” es una experiencia de la que no conviene olvidarse.

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