Ah, las inapelables leyes de la genética. Hay apellidos que dejan impronta y, a un tiempo, pesan como granito. Que le pregunten a los vástagos de Veloso, a los Lennon… o a Charlotte. La hija de Serge Gainsbourg y Jane Birkin ha deslumbrado mayormente en su faceta como actriz, pero al retomar la carrera musical corroboramos que canta como se corresponde con el ADN: con una mezcla de sensualidad, languidez y susurro, a veces entre la melodía musitada y el simple recitado. Bonito y eficaz, aunque para evitar el cansancio ha tirado de contactos, que nunca le han faltado y en esta nueva entrega, casi ocho años después de “IRM”, son sencillamente deslumbrantes. La producción corre a cargo de Sebastian (Akchoté) y como escudero con los sintetizadores ejerce nada menos que Guy-Manuel de Homem-Christo (Daft Punk), que se encarga de imprimir a todo el conjunto ese aire pomposo pero etéreo, más nostálgico que necesariamente avanzado. Los años ochenta, ese poderoso imán. Charlotte asume la escritura de buena parte del repertorio, elige el francés con injertos en inglés y consigue, sobre todo, transmitir una sensación de naturalidad, de ejercicio creativo libre. Especialmente por la sinceridad de algunas letras, inspiradas por la reciente pérdida de su media hermana (Kate Barry, que murió al caer desde un cuarto piso) o los recuerdos de la figura paterna (Serge nos abandonó cuando su hija apenas sumaba 19 años). El tono vaporoso de la primera mitad cambia por sorpresa a partir de la animada y espléndida “Sylvia says” y deriva en los seis minutos de festín funk-interestelar de “Les oaxils”. Y, entre medias, una pieza sensacional y muy avanzada, “Songbird in a cage”, de autor más que ilustre: un tal McCartney. Poderío.