Puede que no encontremos un creador más pintoresco y heterodoxo que Germán Díaz en los confines musicales de esta santa península. Y si damos con alguno, por favor, no dejen comunicarlo: estos perros verdes merecen la consideración de especies protegidas y protección especial para que su luz singular nos obligue a entrecerrar los ojos y distinguir colores atípicos y horizontes insospechados. Díaz es un maestro de relevancia mundial en el manejo de la zanfona (ese viejo cacharro medieval de manivela que suena como un violín telúrico y chirriante), pero también un compositor originalísimo, evocador, enraizado siempre tanto en la tradición como la evocación. Sobrino de nuestro folclorista por antonomasia, Joaquín Díaz, Germán tan pronto recala en una muiñeira como se lleva a Erik Satie al huerto de la música de pueblo (“Je te veu”) o convierte una pieza tradicional, “Val de Viveiro”, en una preciosa banda sonora contemplativa a la que algún realizador avispado debería asociar con urgencia algunas imágenes. Es de Valladolid, pero titula generosamente sus páginas con el gallego de la tierra que le terminó ofreciendo acogida. Y unifica bajo el cándido apelativo de “bonitas” a un puñado de canciones prestadas de cancioneros o del zanfonista francés Valentin Clastrier, pero también de Schubert, Richard Galliano y hasta tres composiciones propias. Su aliado para esta ocasión aporta la calidez camerística del oboe y el corno inglés y los dos perforan sus propios cartones para sendas cajas de música programables. Todo es así de diferente a la norma en este microuniverso de y para seres especiales. Y solo los trabajos de Fetén Fetén y Mastretta pueden servir, salvando conceptos y distancias, para encontrar parangón en nuestras discotecas. No les tengan miedo: Díaz y Otero son raros, pero encantadores.

 

 

 

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