A Valeria Castro no le gustan las letras mayúsculas, tan imperativas. Es un tic generacional, ya saben: le sugieren altanería y griterío. Pero esta cantautora de La Palma es, a sus 24 años muy bien aprovechados, una mujer de ideas extraordinariamente claras en lo artístico. Toda esa sabiduría tan precoz y temprana confluye ahora en con cariño y con cuidado (en minúsculas, por supuesto), un álbum nacido de la ternura pero también desde la firmeza. Una radiografía del alma formulada en primera persona; un ejercicio de autoestima y amor propio y, sobre todo, la constatación de que su firmante solo sabe hablar de aquello que verdaderamente le concierne y conmueve. Ella misma lo resume con aplomo sereno: “No sabría ser actriz, al menos en lo referente a mi música. No puedo inventarme una historia para una canción; solo sé cantar mi propia verdad”.

 

Esa verdad a la que alude nuestra protagonista se corresponde con el último año y medio de su vida. Coincide casi al milímetro con aquel colosal impacto sobre el ánimo y las emociones que supuso constatar la voracidad implacable de unas lenguas de lava que acongojaron al mundo a lo largo de casi dos meses. Pero nada de lo que canta y cuenta Valeria se comprendería sin todo su bagaje previo; sin el aliento de una tierra, una familia y un paisanaje, sin la huella indeleble de ese valle de Aridane al que alude implícitamente en costura. Porque Castro apela a la raíz no solo en la canción que enarbola ese término como título, sino cada vez que abraza la guitarra y alza esa voz profunda, trémula, orgullosa.

 

No canta solo ella, a título particular: canta todo un pueblo, una manera de concebir la vida. Es la voz de la sinceridad y la esencia. Una garganta en carne viva.

 

Tras un preámbulo en forma de EP que ya lo prometía todo (chiquita, 2021), el estreno “de verdad” llega ahora con estas 11 canciones que integran con cariño y con cuidado. O con sus 10 canciones más el breve preámbulo, dentro, que las presenta y compendia durante los apenas 80 segundos iniciales, una decisión audaz. Ahí se materializa es proclama rotunda que avisa de lo que sucederá a lo largo de la media hora siguiente: “Lo que canto no tiene más / que lo que llevo dentro / que es todo lo que siento”.

 

No podemos considerar que con cariño y con cuidado sea un álbum conceptual, al menos de la manera clásica en que entendíamos esa definición. Pero sí estamos ante un trabajo con un hilo conductor o una espina dorsal. Es el autorretrato de una muchacha isleña ultrasensible que se abre en canal y deja que nos asomemos a las entrañas mismas del alma. El testimonio, en primera persona del singular, de una joven que hace de su verdad el germen irrenunciable de su mensaje. La zona cero de una confesión de empatía y sinceridad devastadoras.

 

El amor, con sus glorias, incertidumbres y desengaños, también forma parte de ese catálogo de verdades que despliega Castro, aunque con una presencia más bien discreta. La temática de la pasión solo es explícita en perdón (no me había dado cuenta), un bolerazo sobre la asimetría en el fervor afectivo que, curiosamente, resulta ser la única página escrita antes de que las entrañas de La Palma comenzaran a rugir. También hay amor, más desde el lado del desencanto, en ese costumbre en que la cantante retrata el proceso de ninguneo de la otra persona. Pero no abundan, bien se ve, las reflexiones amorosas a lo largo del disco; y no tanto por pudor, en contra de nuestras sospechas, como por autocrítica. Simplemente, ella misma cree que su aportación no es tan relevante.

 

Es la erupción del volcán de Tajogaite la que perdura, inevitablemente, en no pocos surcos, versos y suspiros. Esas lavadas que, entre miles de propiedades, engulleron también la casita centenaria de la familia materna de Valeria adquieren cuerpo sonoro en la estremecedora un hogar, donde la voz entre dolorida y estupefacta, pero asombrosamente serena, de la abuela de la artista adquiere dimensión documental en el preámbulo y el epílogo.

 

La catarsis de un hogar liberó definitivamente el tarro de las esencias compositoras de Castro, confiada ya para siempre en que podría convertir en música los jirones de ese corazón suyo, tan robusto y empoderado. Se animó por vez primera en su trayectoria con la rumba para abril y mayo, “una canción sobre todo lo que asumimos y olvidamos”. Entró a degüello con un ritmo tan ancestral y enraizado en Argentina como la chacarera en lo que siento, que escribió con la ayuda de Jairo Zavala, Depedro, un especialista consumado en ritmos de América Latina. Se dejó mecer por el vals para techo y paredes (“Se aprende a vivir con la melancolía”), aunque en realidad, como ella misma confiesa, casi todas las canciones acaban saliéndose en ritmo ternario, tan folclóricas en esencia y tan ajenas a las coordenadas binarias del pop. Y se permitió incluso el ramalazo indisimulado de rabia en femenino que anida en costura, una pieza que resume, quizá mejor que ninguna otra, la evolución habida desde las seis canciones de chiquita.

 

Así es Valeria Castro, palmera de 24 años que parecen, por experiencia y sabiduría, muchos más. Una mujer serena, tierna y vulnerable, pero también poderosa. Firme como la raíz que se aferra a lo ya experimentado, ágil como la rama que no renuncia a alcanzar nuevos horizontes. Solo arriba del todo, en lo alto del cielo, se vislumbran los límites.

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