El advenimiento de Tanita Tikaram tuvo algo de magia, bastante de fascinación y mucho de prodigio. Nadie podía concebir ni imaginar una figura así, tan absorbente y enigmática, tan inesperada por mucho que aquel tramo final de una década en última instancia prodigiosa fuera propicia a la irrupción de grandísimas mujeres cantoras que se apartaban de las convenciones: acabábamos de asombrarnos con Tracy Chapman, ya nos habíamos enamorado de Suzanne Vega y no le quitábamos ojo a k.d. lang o Michelle Shocked. Pero Tanita las superaba a todas en singularidad: había nacido en Münster (Alemania), exhibía el magnetismo exótico de su ascendente malasio (por parte de madre) y fiyiano con raíces indias, en el caso de papá, y apenas había rebasado la mayoría de edad.
Y luego teníamos, claro está, las canciones.
Aquel Ancient heart (1988) fue un portento. Era hermoso, embriagador, diferente y, ante todo, extraordinario. Luego llegarían en los siete años siguientes otros cuatro álbumes más, de acogida menguante, calidades irregulares y características dispares, pero en muchos aspectos excelentes. La postadolescente multiétnica de entonces transita ahora por los 55 años, lleva demasiado tiempo sin regresar por algún estudio de grabación y se habrá evaporado de la memoria de muchos de los que de aquella la aplaudieron, pero esta caja preciosa la devuelve a la actualidad y sirve como recordatorio de lo mucho y bueno que acredita a sus espaldas, más allá de quienes la conceptúen como una mera estrella fugaz.
La conmoción de Ancient heart se cimentaba en un repertorio de una madurez inimaginable y una durabilidad ajena a las volatilidades y obsolescencias programadas del tiempo presente. Cualquiera que se sintiese atrapado con aquel álbum podría tararear ahora mismo muchas de sus enormes canciones con solo leer los títulos: Cathedral song, World outside your window, Good tradition o la colosal Twist in my sobriety, pero también He likes the sun o Sighing innocents, que no figuraban entre los singles. El material era cautivador y contó con el cincelado final de dos productores/escultores de alta cualificación y olfato finísimo, Peter Van Hooke y Rod Argent (sí, el de Argent y, antes, The Zombies). Nadie podía comprender que una criatura de apenas 19 años pudiera escribir con esa madurez y aplomo, y menos aún el timbre grave, solemne e hipnótico de una voz que parecía acumular la sabiduría de largas décadas de vida.
Luego llegarían la prolongación de The sweet keeper (1990), paradigma, en confesión de la propia Tikaram, del “consabido difícil-segundo-disco”; la maravillosa eclosión de soul y esencias vanmorrisonianas que encerraba Everybody’s angel (1991), el volantazo experimental e incomprendido de Eleven kinds of loneliness (1992) y la remontada estilosa de Lovers in the city, insuficiente ya, a la altura de 1995, para que las ventas se recuperasen y los gerifaltes discográficos mantuvieran la fe en aquel diamante precoz que, lejos aún de la treintena, les parecía ya un viejo sueño suficientemente amortizado.
Tanita, esta caja que ahora nos ocupa, supone un hermoso acto de reivindicación y resitúa a su protagonista en el lugar altamente cualificado que debería reservarle la historia. E incluye como atractivo fundamental, sin duda, el añadido de 24 cortes adicionales repartidos entre los cinco álbumes, entre caras B, rarezas, versiones alternativas, un par de lecturas instrumentales y alguna maqueta, muy pocas. Ese de las demos es, en consecuencia, un melón que no se llega a abrir, de la misma manera que no hay ni una sola grabación en directo, el otro gran nutriente para este tipo de reediciones. Entrados ya en faena, igual habría sido buena cosa.
Para mayor atractivo, la antología aporta los comentarios escritos por la propia Tanita en este 2024 sobre todos y cada uno de los 57 cortes originales incluidos en los cinco elepés. Desde la distancia hay margen para una sinceridad férrea y una huida inequívoca de la autocomplacencia. “No me preguntéis”, zanja como todo análisis de un corte de temática tan poco lírica como Hort pork sandwiches. “No sé bien qué pensar de esto. ¿Es una canción? ¿Es un juego?”, dictamina en torno a Leaving the party. Pero la indulgencia y la satisfacción legítima afloran en otros muchos lugares, con anotaciones especialmente generosas en lo referido a los compañeros de viaje: la hermosa colaboración de Jennifer Warnes en I might be crying, la presencia adorable del trompetista Mark Isham a lo largo de casi toda la discografía, los arreglos minuciosos de Rod Argent, las influencias variadas que asoman aquí o allá (Ry Cooder, The Beatles o Suzanne Vega, “obviamente”, en el caso de I love you). Y también, claro, el componente LGTBI en el que en su día no reparamos tanto hasta que se explicitó con To drink the rainbow, a la altura ya del cuarto disco.
El ascendente de TT fue desdibujándose con los años, y más aún desde que abandonó el barco de la multinacional que la dio a conocer, pero entregas como Sentimental (2005) o su por ahora más reciente capítulo, Closer to the people, de 2016, eran lo bastante hermosas como para no perder ni la fe ni la conexión. No nos sobran tanitas, qué va; es más, esta caja ha servido para que reparemos en lo mucho que las echamos de menos ahora.
Un primer disco excelente, en diseño, producción, imagen y canciones… luego como bien comentas fue apagándose el brillo, aunque seguían chispazos como Little Sister Leaving Town, Only The Ones We Love, You Make The Whole World Cry, I Might Be Crying y una última debilidad en forma de homenaje a Phillip Glass: Glass Love Train.
Fue un faro en una época en la que no había muchas mujeres al frente , al margen de Siouxsie Sioux, C. Hynde o Kim Gordon , con Annie Lennox, Sade y Madonna a parte.
De esa época Tracy Chapman fue la más destacbale aunque hubo otras como bine citas y también Mary Margaret O’Hara, Guesch Patti.
En cierto modo me recuerda a Dayna Kurtz, de enorme calidad pero escaso éxito. Al menos Tanita tuvo su minuto de gloria.
Buenísimas aportaciones, Javier, sobre todo esas referencias a Mary Margaret O’Hara y Dayna Kurtz. ¡Gracias!