Algún día acabaremos de conceder a Josh Rouse la importancia que se merece. Quizá él mismo sea, por carácter y bonhomía, el primero que parece comparecer en puntillas en las reuniones, el hombre cauto y humilde que nunca ejercería como el presuntuoso de la pandilla. Incluso el hecho de que, por estas cosas del amor y sus derivados, lo hayamos tenido varios lustros viviendo entre nosotros, en plena costa mediterránea, le ha convertido casi en un personaje local, extraordinariamente cercano y cotidiano: otro motivo para no considerarlo como lo que es, uno de los grandísimos autores de canciones en la transición entre siglos.

 

Ya inmersos en el siglo XXI llegarían sus dos colosales obras maestras, 1972 (2003) y Nashville (2005), justo las grabaciones anteriores a su mudanza a tierras levantinas. Pero en las últimas bocanadas de la centuria pasada había debutado con esta entrega fabulosa, inspiradísima y un punto cruda e inquietante, como el tratamiento en blanco y negro granulado de todo su diseño. No era el estreno más sencillo, instantáneo y evidente, más aún en el caso de un muchacho de estribillos chisporroteantes. Pero todo ello solo agranda con el tiempo las dimensiones de esta orgullosa irrupción en escena.

 

Rouse era para entonces un veinteañero de aspecto aniñado y retraído que pareció emerger de ninguna parte con un estreno irresistible. Un periodista del Washington City Paper acertó a definirlo como “el acompañante de la América interior para OK Computer, y no se nos ocurre mejor manera de encapsular el espíritu de estas diez canciones adictivas y contagiosas, pero también oscuras, turbias, ligeramente paranoicas. Josh se erigía así en un pequeño genio repentino y en un misterio colosal. Late night conversation sigue sonando en sus conciertos como la canción perfecta que es, rock de autor con guitarras en ebullición y el toque esencial de los teclados Wurlitzer. Pero emergía ya el grandísimo contador de historias (A woman lost in serious problems), el tipo ingenioso en los autorretratos (The white trash period of my life), el autor sutil que siempre encontraba hueco para la pincelada: la trompeta que aligera la fiereza de Flair, la nostalgia del chelo y el violín para Lavina, el encanto instantáneo del tema titular.

 

Dressed up like Nebraska era menos cantabile que sus ilustres sucesores, puede ser. Le nació algo más áspero y atormentado. Pero era ya, de buenas a primeras, extraordinariamente brillante. Esto es: puro Rouse.

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