A Damon Albarn, definitivamente, no le da la vida. Le bullen tantas ideas en la cabeza que se ha convertido en un estajanovista de libro, pero sus canciones para este The ballad of Darren permiten una vez más sospechar que nunca es tan genuino, tan Albarn y tan endiabladamente brillante como cuando opera siguiendo las coordenadas de su banda matriz. Puede seguir divirtiéndose mucho con sus Gorillaz, sin duda, aunque esa faceta quizá le satisfaga más a él mismo que al común de sus seguidores. Seguiremos admirándole con sus trabajos firmados en primera persona, porque tanto Everyday robots (2014) como The nearer the fountain, more pure the stream flows (2021) eran reflexivos, trascendentes y bellísimos. Pero la cuadratura del círculo solo se materializa bajo el marchamo de Blur, y estas 12 soberbias canciones dejan claro que este periodo de madurez de un cuarteto con treinta y tantos años de historial merece no ya interés, sino entusiasmo.

 

The ballad… es un regreso con todas las de la ley, a diferencia de su antecesor, aquel inesperado The magic whip (2015) que más bien provino de una carambola en la que los cuatro británicos aprovecharon unos días muertos en Hong Kong y, de paso, limaron asperezas tras las colisiones entre Albarn y su guitarrista y mano derecha, Graham Coxon, que propiciaron el cortocircuito de la banda durante las malhadadas sesiones de Think tank (2003). Esta vez, en cambio, existía una predisposición y una premeditación. y parece evidente que los cuatro han apretado los puños para manufacturar su gran, gran disco de la edad madura, ahora que todos ellos ya saben lo que es transitar por los cincuenta y tantos. El objetivo es loable y el resultado, conmovedor. The ballad of Darren es un trabajo reposado y profundo, pero no sombrío. Carece del chisporroteo de aquellos pipiolos descarados que entre 1993 y 1995 fueron capaces de encadenar Modern life is rubbish, Parklife y The great escape, una tripleta despampanante, pero tampoco pretenden someterse a un lifting frustrante. Al contrario: aquí lucen con orgullo las arrugas, que se traducen en un cancionero sinuoso y excitante, poco evidente y al mismo tiempo adictivo, complejo pero arrebatador.

 

En realidad, solo la bulliciosa St. Charles square recupera el pellizco, el jolgorio y las guitarras chirriantes de los años mozos, y su elección como segundo sencillo puede ser engañosa: no hay nada parecido a eso en todo el resto del elepé. Pero Barbaric, que sí pisa el acelerador, es excitante por su carácter instantáneo, mientras que el primer adelanto, The narcissist, con sus juegos de respuestas vocales, figura desde ya entre las 10 mejores canciones nacidas en la libreta de Damon, que es muchísimo decir. En realidad, no hay manera de encontrarle tropiezos a un álbum hilvanado con una finura extraordinaria, en el que caben desde la solemnidad camerística a partir de la escuela de los Beatles (Russian strings) a los ecos propios de To the end en The heights, la estela de Bowie con Goodbye alert y unos aires de crooner contemporáneo, muy al gusto de Alex Turner, para The everglades (For Leonard). A fin de cuentas, Albarn ha alabado enfáticamente a Turner como el gran genio inglés del nuevo siglo… y las dos bandas comparten ahora mismo a James Ford como productor.

 

La sensación, en suma, es de alineación planetaria. Dave Rowntree se había destapado hace pocos meses como un estimable artista en solitario, el bajista Alex James parecía enfrascado en su faceta de maestro quesero y Graham Coxon se mejora a sí mismo durante todo el álbum como segundo vocalista. Sin duda, ha vuelto la magia.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *