Kurt Elling es uno de los vocalistas masculinos más excelsos que ha dado el jazz en el último cuarto de siglo, por más que su registro no sea de los que despierta unanimidades. Frente al toque infinitamente más sedoso de Gregory Porter, por poner el ejemplo más apreciado entre un público amplio y ecléctico, a nuestro protagonista de Chicago le gusta más la arruga vocal, un timbre que raspa y estimula a partes iguales. Y en ese contexto de diferenciación frente a los cánones sinatrianos debemos situar este SuperBlue, un disco notabilísimo y, sobre todo, travieso. Una jugada fuera del foco central que se aleja del aplauso fácil para buscar el pellizco, el estímulo, la adrenalina. Porque aquí no sabemos si hay más presencia del jazz vocal o del funk, y eso contribuye tanto a la diversión como al difuminado de los referentes más obvios.

 

Hace bien, sin duda, Elling, en asomar la cabeza por estos vericuetos. Le contemplan docena y media de álbumes, casi tres décadas de actividad desde la primera fila (su debut ya fue para el sello Blue Note) y algunos trabajos difíciles de superar: pruébese con Man in the air (2003) o Nightmoves (2007), si no se conocen los antecedentes. Lo mejor de la apuesta de Kurt por el estiramiento de piel es que no necesita dar paso a pinchadiscos ni aparatos electrónicos, que suelen ser los atajos de quienes anhelan salir rejuvenecidos en la foto. La clave pasa aquí por la figura del guitarrista híbrido (así lo llama él) Charlie Hunter, agitador funk en Garage a Trois.

 

Entre él y los teclados de DJ Harrison agitan el cóctel, aceleran el pulso, agudizan las ganas de bailar y abocan a su circunstancial jefe de filas incluso a fragmentos casi recitados. Así sucede en Can’t make it with your brain, epicentro de una columna vertebral que integran otros tres cortes soberbios, nerviosos y alborotados: Manic panic epiphanic, Where to find it y The seed. No, este no es el tipo de álbum para acompañar una cena romántica a la luz de las velas, sino para dejarse embaucar por el hechizo de las altas horas. Pero lo único de verdad complejo en él es llegar a descifrar el término “SuperBlue” en la oscurísima y ultraestilizada tipografía de portada. Porque el disco es directo, amenísimo, cautivador. Y, en efecto, más propio de un veinteañero que de un consagrado artista de la generación de 1967.

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