No siempre es fácil enamorarse de artistas tan dimensionadas como Madonna. Desde el momento mismo en que el nombre de la Ciccone irrumpió en nuestras vidas (o, como mínimo, desde su paseo en góndola veneciana para conmemorar el despegue de Like a virgin, el segundo elepé), hasta el más mínimo movimiento de esta diosa carnal de Bay Vity fue analizado, escudriñado y amplificado hasta el infinito, mucho antes incluso de que la humanidad se convirtiera en nativa y esclava digital. Pero incluso los más tenaces preservadores de recelos se vieron obligados a claudicar con Ray of light.

 

Nunca el sobado concepto de “álbum de madurez” estuvo tan justificado. Aquello era un retrato de Madonna en fase adulta. Madonna en modo sereno, eterno y subyugante. Ya no había provocaciones seductoras, controversias hábilmente estimuladas, carnalidad por la vía directa. Ray of light era un disco para el baile interior y la escucha profunda. Tanto como esos bajos abisales que brotaban de la producción de William Orbit, genio de la electrónica con pálpito. Las ráfagas rítmicas de Frozen, un primer sencillo que comenzaba con una solemnidad casi new age, eran tan absorbentes como su tenue fraseo orientalizante. Y, por supuesto, el tema central, tan desbocado y alucinógeno, representaba un viaje nocturno y desenfrenado a velocidad de vértigo.

 

Hubo quien sudó para llegar hasta el final de este viaje, 67 intensos minutos que no dejaban margen a la melodía descocada ni el estribillo de manual. De alguna manera, Ray of light parecía el disco que podría haber concebido Joni Mitchell si alguien hubiera persuadido a la canadiense sobre las bondades del trip hop. Pero aún ahora sigue cautivando esa profundidad serena en la voz de Madonna, sacerdotisa en las baladas graves y solemnes (Substitute for love, The power of good-bye, Nothing really matters), ciudadana del mundo para la inaudita incursión hindú de Shanti/Ashtangi, aún lejanamente traviesa llegados al punto de Candy perfume girl.

 

Todo fue una sorpresa colosal. También, un reto sonoro fascinante. Y no digamos ya un poderoso disolvente de prejuicios.

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