Créanselo, porque las matemáticas son irrefutables: Tubular bells acaba de cumplir 50 años. Medio siglo después de que un jovencísimo Mike Oldfield cambiara en algunos aspectos el curso de la historia musical del siglo XX, esta inevitable reedición conmemorativa debería servir para poner al día el interés de varias generaciones hacia aquella partitura inabarcable, pero también obliga a contemplar con nostalgia el legado de Oldfield. Después de al menos cinco años de especulaciones sobre un posible Tubular Bells 4, llega el jarro de agua fría: la entrega solo incluye una maqueta de ocho minutos y medio, fechada en 2017, con la introducción de lo que pretendía ser una secuela y ahora parece un proyecto abortado para siempre. El compositor, retirado del mundanal ruido en Nassau (Bahamas) desde hace tres lustros, admite que esa ya vieja demo apenas desarrollada “puede ser lo último que haya grabado”, como la asunción definitiva de que las fuerzas, creativas y también físicas, le están abandonando.
Con todo, estos 513 segundos de grabación inconclusa constituyen el mayor atractivo de esta entrega de la quinta década, por cuanto las otras piezas adicionales sí eran ya conocidas: la celebrada versión, entreverada con In dulci jubilo, para la ceremonia de inauguración de los juegos olímpicos de Londres 2012 y un remix electrónico de la obertura a cargo de York. ¿Merece particularmente la pena esa introducción en modo de maqueta de lo que pudo haber sido Tubular bells 4 y con toda probabilidad ya nunca será? Honestamente, solo si usted figura entre quienes ejercen la religión del completismo con la obra del genio de Reading. Que no son pocos, y menos aún en el caso concreto de la parroquia española.
Oldfield concebía esta nueva secuela de su obra más paradigmática casi como un ejercicio de combinatoria musical, una comprobación de en qué manera variaba el enfoque y espíritu de la partitura de 1973 si se iban modificando y corrigiendo aquí y allá unas pocas corcheas y semicorcheas. Lo que sucede se asemeja (de manera algo tosca) a las “variaciones” en la tradición de la música clásica y solo despierta una cierta curiosidad. Nada deslumbra ni se vuelve llamativo o radicalmente novedoso, y hasta podemos barruntar que el abandono por parte del autor proviene de una desmotivación sobrevenida: más allá de su cansancio personal o del progresivo desinterés hacia la industria de la música, con esas cuartas Campanas tubulares había poco que rascar.
La sensación en los entornos oldfieldianos es muy agridulce. Todos se resisten a cerrar el telón de una trayectoria que incluye al menos otros dos álbumes fabulosos, Ommadawn (1975) y Amarok (1990), también instrumentales y conformados por una única pieza, y un puñado de discos en su momento popularísimos en España, desde Platinum (1979) a Five Miles Out (1982) y, sobre todo, Crises, el que hace ahora cuatro décadas ratificó gracias al exitazo de Moonlight Shadow que Oldfield tenía buena mano hasta para el pop. Pero Tubular Bells sigue siendo principio y final de todo, en la discografía y en la evolución del legado.
La historia es conocida, pero tan asombrosa que aún hoy cuesta creerla. Michael Gordon Oldfield acababa de cumplir 20 años y era un músico británico virtualmente desconocido aquel viernes 25 de mayo de 1973 en que la recién nacida Virgin Records puso en la calle su primer álbum. Ningún disquero juicioso se había atrevido a publicar tan inclasificable obra, un instrumental de 49 minutos (la versión de este 50th anniversary edition es la misma mezcla original de hace medio siglo) dividido en dos partes, una por cada cara del vinilo, que un pipiolo tímido, huidizo y atormentado llevaba componiendo desde los 17 e interpretaba en primera persona de principio a fin. Era una locura, sí, pero también una genialidad irrepetible, una intersección entre rock, música clásica y minimalismo que cambió para siempre el lenguaje musical del siglo XX y agravó el ensimismamiento de su propio firmante, abrumado por la repercusión –comercial y, aún más importante, estética– de un título que le ha asegurado una página vitalicia de honor en la historia.
Para complementar estos fastos de aniversario que no han llegado a ser tales, algunos destacados integrantes de esa parroquia oldfieldiana de la que hablábamos ha propiciado un libro ciertamente interesante y enriquecedor, puesto que en sus más de 500 páginas hay hueco para docenas de testimonios inéditos de grandes artistas que en algún momento han compartido estudio de grabación con Mike. Los autores de este esforzado y muy documentado Tubular gold: Mike Oldfield, 50 años de música son Héctor Campos, ya autor de la biografía Mike Oldfield, la música de los sueños, y José Cantos, que dedicó diez años a indagar en la figura del músico a través del fanzine Orabidoo y que ya en 1996 había difundido el primer ensayo biográfico sobre Oldfield en castellano. Los dos, militantes inequívocos de la causa, han tenido la tenacidad y santa paciencia suficientes para localizar a más de un centenar de artistas y charlar con ellos sobre el homenajeado.
Emociona encontrar algunos de los nombres más señeros, desde Tom Newman (el productor de las Campanas) a la vocalista más icónica, Maggie Reilly (Moonlight shadow, To France, Family man…), otros ilustres cantantes circunstanciales (Bonnie Tyler, Roger Chapman), el viejo Robert Wyatt o la diosa del folk británico Maddy Prior. Y qué decir de instrumentistas tan soberbios como Geoff Downes o Simon Phillips, que terminó coproduciendo y tocando la batería en hasta cuatro elepés.
Es un esfuerzo encomiable, en fin, que se completa con aportaciones de algunos de los periodistas y locutores españoles que más se involucraron en la causa, como Jorge Flo, Javier del Pino (Cadena SER), Carlos Finaly, Ramón Trecet, Jordi Sierra i Fabra o el desaparecido e inolvidable Ángel Casas, que atendió a los autores ya muy enfermo. La fragmentación del material en 69 pequeños capítulos de “conversaciones” invita a una lectura no necesariamente lineal, ni siquiera íntegra. Pero el aficionado de pro, e insistimos en que sabemos de muchos, no se dejará ni un párrafo por leer.
Un análisis muy acertado. Lo mejor de tu objetividad es tu subjetividad, siempre tan “objetiva” (entiéndase el piropo echado en este trabalenguas). Y muchísimas gracias por los comentarios hacia nuestro libro. Tus alabanzas son reconfortantes tras tantísimo curro. ¡Un abrazo!
Qué bien leerte y que me leas, Héctor. Insisto, enhorabuena por el currazo de “Tubular gold”: todo el mérito del mundo 🙂